Francisco Robles
Regresa la cofradía al lugar del origen, al centro de sus devociones, al viejo templo que es un palimpsesto. Sobre su suelo y su subsuelo se han ido escribiendo las páginas del Mudéjar y el Gótico, del Renacimiento y del Barroco. Desde el ladrillo desnudo a la profusión barroquísima de la capilla sacramental donde aparece el sello de los Figueroa. En un cruce de caminos que da a tantas calles que uno pierde la cuenta, Santa Catalina es algo más que una iglesia. Fue un símbolo de la dejadez y de la desidia, tan sevillanas y tan hispalenses. Hoy es una hermosa y restaurada realidad a la que han vuelto las imágenes que añoraban sus muros, el eco de las oraciones que los devotos les han ido dirigiendo a lo largo de los siglos. El Jueves Santo volverá a ser, a partir de ahora, la espera bajo el sol del gozo que nutre de calor y de memoria esos alrededores donde huele a espinacas y a pavías. La mejor Sevilla de la costumbre sin caer en el arcaísmo del mal entendido costumbrismo.
Esta cofradía es digna de figurar en ese ramillete de las que son imprescindibles para entender la Semana Santa. Su misterio es la apoteosis del Barroco. Contiene todos los elementos de este estilo que responde a la mentalidad de su época, a la cosmovisión de la Europa católica a lo largo del siglo XVII. En ese paso están la tensión y el movimiento, el tiempo detenido a punto de explotar, la diagonal del instante que eleva al Cristo sobre la tierra que no es capaz de comprender su mensaje. Ahí arriba están la desnudez humana de los ladrones, la fuerza bruta y domesticada al mismo tiempo de los caballos. Ahí están Roldán y la Roldana, o sea, el concepto de la teatralidad barroca y la delicadeza angelical de la talla que se curva con ese elemento indispensable en la belleza: la gracia.
En cuanto al paso de la Virgen de las Lágrimas, imagen glosada en el Devocionario de Javier Rubio con la profundidad que lo caracteriza, solo podemos decir que responde al canon de la Sevilla más honda. Esos varales rematados por campanarios nos dan la hora exacta de la cera, que cae con delicadeza infini- ta sobre el cristal de sus tulipas. Es la Semana Santa de siempre, la que no chirría, la que permanece ajena a las modas y los modismos, la que nunca morirá porque está más viva que todo lo demás. Regresar a Santa Catalina era un reto, una obligación, un asunto que se había enconado a lo largo de los años.
Demasiado tiempo fuera de casa. Demasiados Jueves Santos perdidos en el mismo barrio, pero con el silencio hueco de la iglesia atronando en los nazarenos que la echaban en falta. El blanco y el morado volverán a poblar sus naves cuando llegue el día y el tiempo se cumpla. Entonces nos alegraremos de que Sevilla haya recuperado uno de esos tesoros que están compuestos de la misma materia que los siglos, y que se llama Santa Catalina.