Javier Rubio
En el monasterio francés de la Trinidad, en Vendôme, en el valle del Loira, se veneraba en la antigüedad una Santa Lágrima, de las que Cristo dejó caer por su amigo Lázaro en Betania, al saber de su muerte. La leyenda dictaba que un ángel la había recogido y se la había entregado a María Magdalena, quien se la dio al obispo galo Maximino de Aix. Luego, el emperador Constantino la llevó a Bizancio y allí permaneció hasta el siglo
XI, cuando se funda la abadía benedictina en la que se le rendía veneración. Después de la Revolución Francesa, se le perdió el rastro. Hasta aquí la leyenda.
La muerte de Lázaro no es la única ocasión en que el Evangelio subraya el llanto de Cristo. Lo vemos llorar también por Jerusalén, antes de subir a la ciudad del Templo para su pasión y muerte. Sin embargo, las Escrituras no aportan nada sobre las lágrimas de la Virgen. Diversos autores, entre ellos San Bernardo, han sugerido a lo largo de la historia que las lágrimas acompañaron cada uno de los siete dolores como espadas que le traspasaron el corazón como le había profetizado Simeón. Las dolorosas se represen- tan así, llorosas, derramando lágrimas por el Hijo, tal como recoge el primer verso del “Stabat Mater”: “Stabat Mater dolorosa, juxta crucem lacrimosa”. A raíz de esa composición fueron extendiéndose las advocaciones referidas a las Lágrimas de Nuestra Señora. Hasta aquí la devoción.
Santa Catalina de Siena llega a diferenciar hasta cinco tipos de lágrimas, según el momento espiritual de quien las deja rodar: lágrimas malas, de odio, envidia o desesperación; lágrimas de temor, propias de los pecadores que caen en la cuenta de su mala conducta; lágrimas de tribulación, de quienes, abominando del pecado, ya sienten desesperación; lágrimas de perfección, de los que aman a Dios y al prójimo dolidos por las ofensas al Padre; lágrimas de dulzura, las que derraman los santos en comunión perfecta con Dios. La historia de la salvación, también la personal de cada uno, está repleta de llanto como recuerda el salmo número 6: “Estoy agotado de gemir: de noche lloro sobre el lecho, riego mi cama con lágrimas”. Es el llanto por la conversión que anticipa el de la alabanza por la redención. El Papa Francisco tiene dicho que “el llanto nos prepara para ver a Jesús”.