ABC - Pasión de Sevilla

Francisco Robles

- Francisco Robles

Fue en la calle que lleva el nombre del hombre bueno que no se arredró cuando el siglo XX alboreaba y tuvo que ir, casa señorial por casa señorial, pidiendo para los pobres que no tenían pan. Fue en esa estrechez de Cardenal Spínola que se convierte en angustiosa cuando pasa ese Hombre recio y triste, como lo llamó Nuñez de Herrera. Allí se encajó aquel visitante que estaba obteniendo, sin saberlo, la carta de ciudadanía que lo ha convertido para siempre en sevillano de corazón. Ni de nación, ni de adopción. De corazón. Porque esa es la única vía de entrada a la ciudad donde la Verdad tiene un rostro tiznado por el carbón que le sirve para calentarno­s el alma.

Dios tapizaba el cielo del Viernes para darle al Hijo un sorbo de claridad que le aliviara el final del camino. Aquel sevillano estaba incorporán­dose a esa nómina de parejas nombradas por el Único que lleva la cuenta de su lenta cofradía. Iba con su padre de la mano y lo sentó en una sillita para que pudiera aguantar la llegada del Señor. Los tres sabían que aquella sería la primera y la última Madrugada del anciano que vino para conocer al Cisquero y para despedirse de él. La muerte le rondaba las entrañas y el tiempo se le agotaba en los relojes invertidos del cristal que se le clavaba como un dolor hecho de añicos y de aristas.

Pasó el protagonis­ta de esa saeta que lo define como Divina y Bue- na Persona. El anciano se levantó, lo miró a los ojos y se quedó a vivir allí para siempre. Porque cada vez que pasa su hijo por aquella tapicería regresa el color del cielo que luego se bebería el Cachorro, y vuelve la borgesiana voz del padre, que no ha muerto. Padre e hijo vinieron y lo aprendiero­n todo sobre la Semana Santa en un instante. Se dejaron de modas y modismos, de vacuos rituales y de prescindib­les y enrevesado­s manierismo­s. Llegaron a la almendra amarga del espanto, a la médula de la compasión, a la Verdad que se enrosca como una serpiente en el alfa y el omega del cráneo privilegia­do de Dios.

Sirva esta historia para que recordemos –el articulist­a el primero– los fundamento­s sobre los que se asienta la fiesta que nos vertebra por dentro y nos resucita por fuera. En tiempos de turbación, no hacer mudanza. La máxima jesuítica de Loyola nos viene como aceite a las espinacas. En tiempos de novelería, miremos al origen. No nos equivocare­mos. Nunca. Busquemos los ojos que encontró aquel hombre que vino a conocer la Semana Santa antes de morir. Los ojos que siempre están abiertos. Los ojos que nunca duermen en ese rincón de San Lorenzo donde habitan la memoria y la Verdad. Los ojos insomnes del Gran Poder.

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Foto César López Haldón.

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