Juan Antonio Huguet Pretel
El maestro Huguet es un hombre culto, sereno y con alma de artista. La sensibilidad habita en él impregnando la paleta multicolor que atesora los pigmentos de las vivencias y de las realidades, provocando pinceladas originalmente genuinas, que nacen del lugar donde habitan los nobles sentimientos, del corazón, ese que cada Lunes Santo late al compás de la marcha Virgen de las Aguas.
– ¿En qué lugar vino al mundo el maestro Huguet?
– Nací en la calle Albuera número 17. Vivíamos en la casa de mis abuelos, porque mi abuela materna padecía una afección cardíaca y mi madre quería estar a su lado para atenderla. En el bajo del edificio estaba el negocio de mi abuelo, el conocido Taller Pretel, donde había muchas máquinas para arreglar las cubiertas de los coches. Mi abuelo inventó un tipo de parches, que fabricaba a partir de cubiertas desechadas que él adquiría, recortaba el trozo adecuado para hacer el parche y reparaba el neumático en cuestión. Eran tiempos difíciles y había mucha escasez económica. Recuerdo perfectamente aquella casa, era muy amplia. En el salón, junto al ventanal, había una mesa de camilla que aún conservo, en ella comencé a dibujar junto a mi padre. Tengo aquella imagen de esos momentos tan presente, como si apenas hubiesen transcurrido los años. Al cabo del tiempo nos trasladamos a la casa que mis padres tenían en la calle Marqués de Paradas.
– ¿Cómo era su barrio visto con los ojos de un niño?
– Muy tranquilo, por la calle Albuera apenas pasaban coches. Cuando nos fuimos a la casa de Marqués de Paradas, solía ir a los alrededores de la estación de Córdoba para jugar con mis amigos y coger zapateros, se posaban en los charcos de agua que se había en el suelo, cuando se lavaban los taxis que allí estacionaban. Solíamos coger el famoso tranvía de la Puerta Real, el número 8, ese que tantas anécdotas tenía, para ir al Cristina a jugar. Recuerdo que la calle Arjona era terriza, estaba llena de fábricas y almacenes. Había una chimenea industrial que despareció. Conocí el Barranco, en plena actividad, con los camiones descargando el pescado y los carros tirados por mulas para el reparto. Conocí el corte del río, que se hizo a base de verter escombros de las obras que había en la ciudad, cuyos materiales llegaban en los carros tirados por mulos. Donde hoy se levanta el Puente del Cristo de la Expiración, había una pasarela para cruzar el río, hecha a base de tablazones.
– ¿Recuerda los centros docentes donde cursó estudios?
– Estudié en el Liceo Escuela, que estaba en la calle Gravina. La casa de mi colegio era preciosa, tenía un patio con el suelo de mármol, columnas y una bellísima reproducción de la Virgen del Rosario de Murillo al fondo de la escalinata, una galería acristalada y un luminoso jardín que tenía una enorme palmera. La parte trasera de mi colegio lindaba con los Maristas, cuyo patio era la actual calle Bobby Deglané. Estaba encantado con mi colegio. Cuidaron mucho de nuestra educación y de nuestra formación. Cuando terminé mis estudios de secundaria pasé a la Escuela Superior de Bellas Artes, que estaba en la casa de Gonzalo Bilbao, situada en la calle que lleva su mismo nombre. En la actualidad ha vuelto a ser parte de la Facultad de Bellas Artes. Ese edificio por ser la casa de Gonzalo Bilbao, tenía que tener un tratamiento especial y ser objeto de una cuidada conservación. Cuando estudié allí, se conservaba la casa, a la que se le había añadido algunas naves más para las clases. Siempre digo con enorme orgullo, que hicimos el preparatorio para la carrera en el estudio de Gonzalo Bilbao, con las vitrinas y los objetos de ese gran artista, que nos sirvieron de modelo para pintarlos durante el preparatorio y que el propio Gonzalo Bilbao utilizó como modelo para crear sus bodegones. Recuerdo los trajes de torero y capotes del XIX, que estaban allí colgados, con sus recargados bordados. Recuerdo la luz tan hermosa que entraba por el ventanal de la clase, que daba a un jardín interior y que fue el estudio de Gonzalo Bilbao. Tuvimos la suerte de tener a un modelo que posó para Joaquín y Gonzalo Bilbao. El señor se llamaba Antonio Heredia “el Pichili” y trabajaba en una fragua que había por los aledaños de