Javier Rubio
Una piedra pelada y fría en las noches gélidas de Jerusalén. Las representaciones de la Oración en el Huerto de las que la escuelas imagineras españolas ofrecen un abanico a cual más motivador no hacen justicia al monte de los Olivos. O lo que queda de él. Allí se erige la basílica de la Agonía, en el mismo huerto de Getsemaní, también llamada de las Naciones. Regida por los franciscanos de Tierra Santa, acaso sea el más hermoso de todos los templos de la Custodia, con la fría piedra del monte de los Olivos justo delante del altar. Allí mismo donde Cristo oró su agonía. El monte de claveles de nuestros pasos de Semana Santa engaña. No es un montículo de piedrecillas basálticas apiladas sobre el que nuestros escultores imaginaron al ángel. Es un roquedal entero la montaña. Frío en las noches gélidas de Jerusalén. En esa madrugada infinita de zozobra con la que se inicia la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo: la agonía por el silencio del Padre, por el abandono de los discípulos, por la traición de Judas, por el prendimiento como un malhechor entre antorchas para alumbrar la escena. La angustia de orar sin obtener respuesta, la flaqueza del hombre expresada en ese desesperado llamamiento a ahorrarse los sufrimientos que venían aparejados y la sumisión obediente final a la voluntad del Padre. Todo eso está en el monte de los Olivos como al desnudo, como esa piedra que aflora aquí y allá para entender, con toda su frialdad, la agonía de la Oración en el Huerto.