Pensando en ti
El invierno es como una balada triste y rota de Norah Jones, con guitarras afónicas y trompetas desconchadas, incapaces de interpretar la cuaresma que nos enciende el pecho, repleta de almanaques sentimentales y recuerdos incendiarios. El invierno es un suelo de adoquines de agua sucia, espejos rotos de tantas miradas perdidas, una especie de mar muerto donde las ausencias nos asfixian con naufragios desprevenidos. Mirar a esos adoquines en un paseo mañanero de enero es asomarse a los mapas y planos de la melancolía y la tristeza de la que nos saca, exclusivamente, una maceta colgada de una pared encalada del barrio de Santa Cruz que ha teñido sus gitanillas con el rojo de los labios de la primavera.
Hay en enero tanto gris que te derrumba, tantas sombras que te desvelan, tanta oscuridad que nos asusta con el cuarto oscuro, frío y helado, de los juguetes rotos y olvidados. Yo paseo por esas calles solas y desamparadas, sin la música meridional de las partituras de nuestros mejores meses, para temer con Sabina que alguien o algo puedas robarnos nuestro mes de abril.
Febrero es mucho más condescendiente con la lista de espera. Le pone risa blanca a los almendros de Tavira; le saca espejismos de mayo al sol de la mañana y al aire del río; te propone acuerdos ventajosos con las rinconeras de la ciudad para llenarlas de sueños. De sueños inmediatos. Al alcance de la mano.
Ya apenas faltan domingos para que sean de Ramos. Ya apenas quedan martes para que sea el más Dulce del año. Ya apenas quedan noches para que las Esperanzas se alboroten por las calles desde los tronos imperiales de los pedestales que les labró la fe. Ya apenas no es ni apenas. Porque en la bóveda de la memoria retumban los tambores de las bandas y las cornetas que imitan a las golondrinas. Y los escaparates de las cosas, de nuestros asuntos internos, que hace tan solo un mes te parecían de otra galaxia, van tomando tanto sentido en el calendario sentimental de tu corazón. Te paras ante ellos para ver el material con el que están hechos nuestros sueños. Y piensas que sobre el cartón de un capirote y la badana que lo refuerza eres capaz de darle la vuelta al universo en siete días, perderte en el agujero negro e insondable del misterio del ruan para salir, como un héroe galáctico, al nuevo mundo de un espacio eterno y, consecuentemente, sin tiempo, en tan solo siete esplendorosos y magníficos días.
Lo sobrenatural se aloja en Sevilla. Aquellas calles de enero que parecían forradas de catafalco y pésames, en febrero, con tan solo pensarlo, se vuelven de oro, de plata y de música. De aromas exóticos orientales. Y de tafetanes y encajes de alegría. De versos presentidos. De ombligos descarados. De tacones de extrarradio. De besos tan dulces como el vino. De canciones que vuelven a tener sentido. Y de sueños como la letra de aquella canción de Sinatra: me haces sentir tan joven… como ver la Estrella por el puente de Triana, le añadiría a la letra. Pasear ahora por esas mismas calles que en enero eran pura arqueología de emociones enterradas es recuperar el tiempo que nos toca, que nos corresponde para que accedamos, trepando por las enredaderas de cales y ladrillos, al balcón cerrado que ya pide a gritos la saeta de la Madrugá, honda y dueña de los sentimientos.
Febrero nos trae, como un levante primaveral, el sol que nos acaricia, la brisa que mueve al olivo, la luz que se alarga en el tramo de los días, los escaparates de nuestro universo, los trabajos en los viveros donde florece la flor de la plata, los cabildos sobre mesas de tijeras y sillas de Quidiello, los ensayos con sacos de arena sobre los esqueletos de los pasos. Pero sobre todo, febrero nos trae un respingo en el alma de nuestra memoria que nos sorprende pensando en ti, pensando en aquella esquina, sin navajas ni sustos, donde abril se vistió de verde y oro para hacer del Museo una de mis mejores ventanas al paraíso…