La plaza vacía
Lo más doloroso de envejecer tal vez sea darse cuenta de cómo, sutilmente, de manera taimada e imperceptible, las cosas alrededor van cambiando hasta convertir el paisaje que alguna vez fue nuestro en un escenario irreconocible donde nos sentimos extraños y todo nos resulta dolorosamente ajeno. Sucede al regresar al barrio de la infancia; puede que en apariencia allí todo siga igual, sin embargo nada es ya lo mismo, porque han cambiado las tres o cuatro cosas que mantenían su esencia, la esencia de lo que nos hizo un día considerar nuestro aquel lugar. Algo que nunca supimos exactamente qué era pero que descansaba sobre aquellas tres o cuatro cosas que ya no están allí.
Alguien dijo alguna vez que a partir de un cierto instante la vida se convierte en una lenta y larga despedida. Es una paradoja, pero es real. Nada transforma tanto nuestro paisaje sentimental como las ausencias. Nada cambia tanto las cosas como lo que ya no está. Porque lo que ya no es hace que lo demás tampoco lo sea ya del todo. Por eso, al morirse Luis Álvarez Duarte con él se ha ido un trozo grande de la Semana Santa de muchos de nosotros. Y antes de Luis, este año se fueron Pepe Hidalgo e Hipólito de Oya, dos grandes, dos amigos, dos cabales, dos presencias fundamentales en la particular Semana Santa de muchos sevillanos, para quienes la Semana Santa no volverá a ser ya la misma; porque ninguna Madrugada más volverán a ver llegar por el Duque a Pepe revestido con la coraza imperial mientras rufa su tambor macareno tras el Señor de la Sentencia. Ni se detendrán