Luz para Montañés
Concluye la restauración del retablo del Bautista en la Anunciación, una obra realizada en un periodo de máximo esplendor de la escultura sevillana.
Años de suciedad, de sombras, de deterioro y de olvido llegan a su fin en la iglesia de la Anunciación. El retablo de San Juan Bautista de Martínez Montañés sale de su abandono tras una modélica restauración dirigida por un grupo de especialistas dirigido por Juan Aguilar. Un proyecto del Vicerrectorado de Patrimonio de la Universidad de Sevilla, propietaria de la obra, que ha contado con las más avanzadas técnicas de limpieza y restauración, y que va a permitir contextualizar y estudiar las relaciones de Montañés con una década dorada del Arte sevillano.
Una década. El retablo se encarga en 1610 por la comunidad de concepcionistas franciscanas del monasterio del Socorro de Sevilla. Se estipulaba un tiempo de realización de año y medio, equiparándose talla y pintura en el precio final de la obra: Montañés tasó la arquitectura y la escultura en 1.775 ducados, la misma cifra que cobraría el pintor Juan de Uceda por las escenas pictóricas y la policromía general. Uceda ya había colaborado con Francisco Pacheco en la policromía y las pinturas del retablo mayor del convento de San Diego de Sevilla y había encargado a Montañés la talla de un San Jerónimo para el convento de Santa Clara de Llerena.
La obra se prolongaría en el tiempo. Hasta 1620. Así lo indica una inscripción en el propio retablo, el fin de la obra el 22 de junio, “siendo abadesa doña ¿Ana? de Mendoza”. Una larga década que concentra algunas de las obras maestras del barroco sevillano. Años en los que Montañés realizó, por citar un ejemplo, el retablo del monasterio de San Isidoro del Campo de Sevilla, la imagen de Nuestro Padre Jesús de la Pasión (h. 1615) o el Cristo de los Desamparados (1617) del Santo Ángel. Años en los que Francisco de Ocampo, colaborador de Montañés, realiza el Cristo del Calvario (1612) a semejanza del modelo del Arcediano Vázquez de Leca o en los que Juan de Mesa, discípulo de Montañés, comienza su consagración: Cristo del Amor (1618), Conversión del Buen Ladrón (1619) o Crucificado de la Buena Muerte y Nazareno del Gran Poder (1620).
Pero el análisis en paralelo hay que llevarlo incluso más lejos. En la década de realización del retablo, el pintor Juan de Uceda, autor de las tablas pictóricas y de la policromía, actuará como uno de los examinadores del joven Diego Velázquez, que en esos años, entre 1618 y 1620, realiza ya algunas de sus obra maestras como El aguador de Sevilla, la Inmaculada del convento de Baños o la Vieja friendo huevos. Otro apunte más: Juan de Roelas, el pintor que introduce el nuevo naturalismo y el nuevo color barroco, realiza su Tránsito de San Isidoro (1613) para la parroquia de San Isidoro, o su monumental Inmaculada (1616) en estos años. Es el contexto de un retablo en el que se podrán estudiar numerosas interrelaciones entre los autores de la época, pudiendo rastrearse en muchos de sus rincones el rostro del Señor de Pasión, el naturalismo incipiente de Mesa, el realismo verista de Ocampo en la escena de la Visitación, la nueva concepción del espacio de Velázquez o hasta el rostro de la vieja que fríe huevos, que parece convertirse en la prima Santa Isabel que corona el retablo montañesino.
Arquitectónicamente, el retablo de San Juan Bautista es obra todavía tardorenacentista, con evidentes influencias del conocimiento por Montañés de tratadistas del Renacimiento como Andrea Palladio, cuyas formas aparecen en el remate de la obra, y de los Diez Libros de Arquitectura de León Batista Alberti, que sirve como modelo para la compartimentación de los cuerpos y las calles: un gran arco de triunfo enmarca a un retablo interior de dos cuerpos y tres calles organizadas mediante columnas dóricas y corintias, con ático superior coronado con pináculos manieristas y tarjas que enmarcan la cruz de San Juan como emblema. Un concepto espacial que también habría que relacionar con la obra de autores como Juan de Oviedo o Diego López Bueno, en un diseño más