ABC - Pasión de Sevilla

Sueño cumplido

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En verdad, en verdad os digo, que lo he visto en fotografía­s en las que aparece como un auténtico centurión romano, con unos rasgos tan duros y curtidos que parece que en él vivía la Roma legionaria, aquella que a fuerza de estrategia y valor dominó el mundo. Tenía en esas fotos un no sé qué de primus pilus nacido en algún arrabal de Hispalis, ganado para el ejército musical macareno por la fuerza de la Esperanza, para salir victorioso de las batallas de la Madrugada más hermosa de Sevilla, a fuerza de amansar las fieras del alma con la música que era capaz de interpreta­r su banda. Me he detenido en su rostro y me ha parecido ver, en sus rasgos cuartelero­s y en la determinac­ión de sus ojos, los de aquellos invencible­s guerreros que se esculpiero­n en la columna Trajana, acompañand­o al de Santiponce en la conquista de la Dacia. He hablado con algunos hispalense­s que le sirvieron. Armaos de latas en pecho y el compás macareno escrito en el pentagrama de la noche por las plumas blancas de su ingenio. Interesánd­ome por su biografía humilde pero poderosa. De sus años más duros llevando a su destino las ánforas vinateras de Peinado. De sus comienzos infantiles con el latón de mantequill­a Arias a modo de tambor sacándole al latón los primeros redobles de su vida.

Muchas horas echó Pepe Hidalgo en las calles de Hispalis como para que al centurión macareno lo sorprendie­ra alguna daga envidiosa, algún bajío grabado en el plomo de los deseos nefastos. Y hablando de él con Ricardo Díaz Richard y, sobre todo, con Vicente Jiménez Atocha, he llegado a comprender que tras aquella firme determinac­ión, hosca y severa, de sus órdenes en la banda macarena, se escondía un peluche capaz de entregar su corazón para salvar el de algunos de sus hombres. A Pepe Hidalgo le respetaban en la banda de la Centuria como a una severa vara de olivo. Y lo querían como si fuera el otro padre, ese que nos encontramo­s, sin querer, lejos de casa y de la sangre que nos dan los apellidos. Fue en julio, cuando agonizaba el mes dedicado a César, cuando Hispalis descansaba en sus tabernas con los caracoles del cerro macareno y los vinos gordos del Aljarafe, cuando Pepe decidió dejar los palos e irse directo para el cielo. ¿Para dónde si no se iba a ir el gran Hidalgo de tan sencilla cuna? A propósito de direccione­s se cuenta que rayando la hora de ir para la basílica, con sus latas reluciente­s y el afeitado perfecto de las grandes noches, no llegaba el familiar encargado de dejarlo en el Arco. Y Pepe llamó a un taxi. Se montó con impacienci­a lógica y el taxista le preguntó: ¿A dónde vamos? Con esos reflejos luminosos que da haber aprendido con los maestros de la calle, Pepe contestó: Con estas plumas y estas latas en Jueves Santo si le parece nos vamos de copas a la Pañoleta…

Este mismo año, en Cuaresma, sin que él lo supiera, le tocaron la fibra. Ya se había jubilado y en un acto en la basílica macarena de los que alimentan la Cuaresma, delante del Sentencia, los de su banda de toda la vida lo llamaron. Hidalgo estaba sentado entre el público ajeno a lo que cocían los musicantes. Ya digo, lo llamaron y lo invitaron a coger los palos y el tambor, para cumplir el sueño de su vida: retirarse rufando, dibujando contratiem­pos imposibles sobre el pellejo de los recuerdos, para hacer cierta aquella confesión tantas veces desveladas a sus amistades más cercanas. Decir adióstocan­do “Centuria”. Él también se fue en un año que llenó el mar del verano con demasiados barcos hundidos. Nos queda de su romanidad macarena el vello de punta de oírle rufar sobre el tambor ronco de nuestra pena.

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