ABC (Sevilla)

EL CARRERÓN DEL TONTO

Era el tonto de la clase en la facultad. Pero ahora manda mucho en Madrid

- J. FÉLIX MACHUCA

ES un clásico en las conversaci­ones al uso. Te encuentras con fulanito al que no veías desde tiempo atrás, ya en un gañotazo institucio­nal o en la barra de un bar, lugar este donde Sevilla firma sus mejores relatos privados, y es recurrente la conversaci­ón del carrerón del tonto. La pregunta siempre es la misma. Y te convierte el sanjacobo en un demonio intragable: ¿Illo, te has dado cuenta que el nota ha llegado a Madrid y manda más que una cuadrilla de costaleros? Esa es la revelación clásica con la que te dibujan su extrañeza, con la que pintan su sorpresa. Trago de Ribera del Duero al coleto y un escalón más en forma de confesión: y era el más tonto de la clase, sacó Derecho con la ayuda del bufete de Garrigues y la guasa universita­ria decía que si ganaba alguno sería el del Juicio Final… El nota que conocía de la facultad, con el que coincidió en las aulas de Derecho, era el más tonto del distrito universita­rio de Sevilla. Pero ahora está en Madrid. Manda más que Mila Santana en un plató de lujo. Y se ha asegurado la vida en un mundo la mar de inestable y que, como avanzaba ayer ABC, en Andalucía, para no irnos más lejos, los que gozan del lujo de trabajar, cobran los salarios peor pagados de España. ¿De verdad que era el tonto de la clase?

El tonto de la clase era. Pero parece que los tontos son los reyes del universo. La inteligenc­ia artificial más demandada por el mercado. El estado de inconscien­cia perfecto para ocupar puestos de mando. En ese momento de la charla, sin necesidad de echarle hielo al vaso de la sorpresa, un escalofrío te recorre el cuerpo: ¿De verdad que era el más tonto de la clase? ¿No te habrás equivocado? ¿Seguro que el menda confundía el Derecho con el izquierdo por delante? Y el interlocut­or te mira perdonándo­te la vida. Hombre por favor. Hasta ahí podríamos llegar. Si utilizaba el gps para salir de su habitación. Aturdido por la noticia, el interlocut­or deja perdida la vista en alguna gota de grasa del jamón que cuelga del techo y artesona de productos serranos el cielo siempre glorioso del bar. Baja otra vez la mirada, la fija en su amigo y le replica: sería el más tonto de la clase pero ha llegado a donde ni tú ni yo llegaremos nunca jamás en nuestras vidas. A ver si los tontos vamos a ser nosotros…

Siempre he pensado lo mismo sobre los que te quieren apestar la fama de un contrario con el argumento de la tontería. Es verdad que en este país no cabe un tonto más, que la tontería se ha convertido en alimento diario que consume el español como si en ello le fuera la vida, que aquel principio de Peter sobre lo fácil que es para muchos alcanzar el techo de su incompeten­cia lo vemos diariament­e. Pero tampoco es mentira que aquí, por muy buenas notas que sacáramos en la facultad, hay más tontos que diseñadore­s. Más pamplinas que gastrobare­s. Y más torpes que un espía sordo. ¿Para qué vamos a señalar, verdad? Los conocemos, los sufrimos y hasta nos vemos obligados a comernos las bacalás con tomate con las que perpetran sus desquiciad­as decisiones. Ojalá todos los tontos estuvieran instalados en Madrid, ganando una pasta gansa y repicando sus ocurrencia­s la mar de bien trajeados y con la corbata gorda de la ocasión. Pero ni Madrid es capaz de acoger a tanta tontería ni los listos que nos quedamos aquí estamos dispuestos a reconocer que los del babero fuimos nosotros. Los que anunciando mucho talento en las barras de bar nos quedamos en un brillo apagado, sin fuerza ni luces siquiera para organizar una Semana Santa en condicione­s. Un horizonte aeronáutic­o más estable. O un remonte económico que no se agarre sola y exclusivam­ente al ladrillo. Los tontos dicen que hacen burbujas con sus babas. A ver qué clase de burbuja hacemos los listos que nos quedamos en una ciudad que, menos el primer tubo de la Feria, los demás solo nos sirven para contar memos por un idem…

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