ABC (Sevilla)

#PISCINAS

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Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar, que es el morir. Y todos nuestros veranos van a dar a las piscinas, que son pura vida. «Piscina tras piscina se forma un río hasta nuestra casa», decía Burt Lancaster en aquella adaptación cinematogr­áfica de «El nadador», el célebre cuento de Cheever. Porque es mentira que sean aguas estancadas: en la piscina, rige el flujo del eterno retorno heraclitia­no: cada junio, un nuevo comienzo; cada septiembre, el mismo nudo en la garganta que el Dúo Dinámico transformó en elegía estival. Igual que Chanquete revive cada verano, volvemos a sentirnos jóvenes cuando nos arrojamos por primera vez a la piscina, y la ausencia de gravedad, bajo el agua, nos vuelve falsamente gráciles. Ningún Parlamento resulta tan democrátic­o como una piscina. En ellas comparecem­os todos medio desnudos, observando con indulgenci­a el desparrame de nuestras lorzas democrátic­as, la irremediab­le decadencia de los cuerpos sometidos a la tiranía de la edad, desprendid­os de disfraces, sin careta. Y a pesar de los estragos de los años, en las piscinas todos volvemos a ser un poco niños. El niño es el padre del hombre, decía aquel poema de Wordsworth, y esto cobra todo su sentido al chapotear, o al tirarse a bomba, o al intentar mojar la permanente de las mujeres que nadan sin hundir la cabeza para no estropears­e el peinado. Aunque la mayoría de las piscinas parezcan cuadradas, en realidad tienen forma de paréntesis: retienen el tiempo suspendido, una tregua húmeda con olor a crema protectora y a cloro. Una piscina es un niño gritando, una pelota en el aire, el sonido bien fuerte de la radiofórmu­la, en estos días el eco de las retransmis­iones del Mundial. Pena de aquellos que no aman las piscinas: todavía no han aprendido a amar la vida.

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DANIEL RUIZ

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