ABC (Sevilla)

Pedir con Esperanza

- POR ALBERTO GARCÍA REYES. FOTO: J. M. SERRANO

Aveces la vida nos sentencia sin que podamos combatir nuestro destino. No nos da ninguna opción de defenderno­s. Pero a pesar de los envites, por mucho que nos asuele la adversidad, la Esperanza siempre nos tiende su mano. Esta mujer lo sabe. Está sentada cada día en el umbral de San Antonio Abad, en silencio, como correspond­e en las puertas del templo del que todo lo calla. Por ahí ve pasar a cientos de devotos de San Judas Tadeo cada día, que dejan su vela de sangre en el compás y luego pasan a enmudecer con el Nazareno y a suspirar con la Concepción. Todos tienen una vida aparenteme­nte mejor que la de ella. Pero muy pocos saben que la pobreza dignifica cuando se afronta con esa humildad. Esta mujer pide para sus hijos con la mano de su Madre. No está enseñando, como una dolorosa cotidiana que llora a los pies de su cruz, que nadie tiende la mano cuando nos hundimos como la tiende quien nos parió. ¿Qué madre no ha tenido que sacar alguna vez a su hijo de una deriva, de un naufragio?

Muchas más veces de las que podamos pensar es el pobre quien más tiene que prestar al rico, quien más puede ayudarlo. Porque la verdadera riqueza consiste en hacer lo que hace ella: recibir con dignidad. Ese es el verdadero mensaje de su cartel: que no se es mejor cuanto más poderoso, sino más poderoso cuanto mejor.

A veces la vida nos sentencia a la cruz de la indigencia, pero eso no es lo mismo que la indecencia. Hay muchos indecentes con ínfulas y muchos mendigos con clase. Y nunca sabemos cuándo se nos va a cruzar en cualquier esquina el golpe que nos destroce. Por eso hay que dejarse sentenciar, pero no hay que juzgar a nadie. Porque puede que ese juicio acabe siendo contra nosotros mismos. Esta estampa captada por Serrano en la rutina de Sevilla es una síntesis de la importanci­a de la fe como única opulencia verdadera. Yo no soy mejor que esta mujer. ¿Y usted, puede decir con seguridad que lo es? Piénselo. En las peores circunstan­cias posibles, con un largo camino a las espaldas, lejos del lugar donde nació y de la cultura que lleva en la sangre, esta mujer tiene la fortaleza de admitir ante todos nosotros su fragilidad. Sin molestarno­s nos está gritando que está enferma y que no tiene medios para sacar adelante a su gente. Y antes de saber si a nosotros siquiera nos importa, ya nos ha dado las gracias. Porque esta mujer pide con Esperanza para zamarrearn­os. ¿Quién no ha ido a pedirle algo a Ella alguna vez en su vida? Todos somos mendigos de la Virgen que vive junto al Arco. Todos estamos sentenciad­os a obedecer su mandato de amor. Todos somos una ruina ante su mirada. Por eso ese cartel es un espejo en el que nos reflejamos. Su dueña pide y da las gracias. ¿Nosotros damos las gracias antes de que nos concedan lo que hemos pedido? Muchas veces no las damos ni cuando recibimos. Estamos acostumbra­dos a exigir, pero no a comprender que la Esperanza no está ahí para servirnos en el plano material, sino en el espiritual. Lo que Ella da no es una limosna para vencer al día, sino la paz de la infinitud. Su generosida­d no tiene precio, ni se puede contar, ni entiende de minucias. Ella está por encima de sus joyas, de su belleza, de su palio, de su camarín, de su propio poder. La Esperanza es el camino de la Fe y de la Caridad. Por eso en este retrato están las tres virtudes juntas. Y la amargura. Y por eso quienes hayamos pasado por delante de esta mujer y no hayamos tenido un arrebato de Esperanza somos los pobres.

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