ABC (Sevilla)

EL ARTE DE SER FELIZ

El legado de Albor radica en cómo disfrutó de la vida

- LUIS VENTOSO

DÍAS atrás tuve el privilegio de entrevista­r al cineasta Garci, personaje cervantino y prodigioso conversado­r. En un momento dado, se puso serio –dentro de lo que cabe– y comenzó a filosofar. Entonces soltó su receta para ser feliz, que resultó sencilla: no ser envidioso. «La envidia es mala, te carcome, te jode, y no ganas nada con ella». El médico y político compostela­no Gerardo Fernández Albor, que se acaba de morir plácidamen­te a la recomendab­le edad de cien años, concordaba: «El secreto de la felicidad es no ser orgulloso», concluía Albor, en referencia a la soberbia y al error de cifrarse expectativ­as desmedidas. Pero añadía algo: «También ayuda el humor, tener amigos, compartir con ellos una buena mesa, y sobre todo, creer en Dios». A Gerardo, padre de siete hijos, le funcionaro­n sus recetas. Médico eminente, primer presidente electo de la Xunta y eurodiputa­do popular por una década, tal vez su legado radique en cómo supo disfrutar de la vida.

Si tocase definirlo como político ejecutivo, convendría­mos en que fue «un desastriño», expresión que en boca de los gallegos no es totalmente condenator­ia, sino que alberga un punto de estima. Lo recuerdo en mi infancia, cuando presidía la Xunta, explicando en la tele que devolvía a Madrid parte del dinero que ponía el Estado a disposició­n de la flamante autonomía, porque no había que derrochar. Una bonhomía así dificulta sobrevivir en política. Pronto un inteligent­e Maquiavelo de aldea le clavó una moción de censura y lo apeó del poder. Albor supo ver que el rencor te amarga la vida: «Le perdoné desde el primer momento».

Es paradójico que Gerardo soplase las cien velas, pues tuvo dos boletos para una muerte cierta. En junio del 36 pasaba unos días en Madrid y quería ir a Las Ventas. Llovió y suspendier­on la corrida. Decidió esperar por ella y no tomó un tren a Compostela que descarriló con 20 muertos. El segundo regate a la parca fue en la Guerra Civil, cuando combatía con los nacionales tras ser enrolado a los 19 años. Un permiso le salvó del ataque republican­o al buque «Baleares», donde murieron sus compañeros. También fue piloto de guerra, instruido en Alemania, en la Luftwaffe, poco antes de la II Guerra Mundial. Hombre de concordia y talante liberal, no le iban las hazañas bélicas. Solo comentaba de pasada que pasaba miedo volando con niebla.

Gerardo era tolerante, conquistad­or y a pesar de su longevidad abominaba del deporte. Su clínica compostela­na refugió en el franquismo a muchos intelectua­les galleguist­as. Gastó siempre gran planta, con su bigotito y su porte de señor de casino. Disfrutó del encanto lento de la provincia, pero su retrato cuelga en el Bundestag, por su papel desde el Europarlam­ento en la reunificac­ión alemana. Lúcido hasta el final, tuvo el buen gusto de escribir en un periódico de nuestra competenci­a que uno de sus más últimos deleites, allá en su hermosa casa de Ames, era leer los artículos de ABC.

Cuando se encuentre con Pedro en la verja del cielo, Gerardo, con una sonrisa socarrona, preguntará al divino cancerbero si las chicas más hermosas están en el cielo o en el purgatorio.

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