ABC (Sevilla)

ESPAÑA NO ES NACIÓN DE NACIONES

«Confío en que en el partido del puño y la rosa, los que ahora están agazapados o con síndrome de Estocolmo, llegado el caso, defiendan la idea de una sola nación española, porque en ello nos va a todos el sostenimie­nto de nuestros actuales estándares de

- POR EMILIO LARA EMILIO LARA ES HISTORIADO­R Y ESCRITOR

EL concierto de Año Nuevo, además de un ritual de bienvenida, es una fecha marcada en rojo para quienes mantenemos un idilio con la música, y también, una evocación de la Viena imperial, donde se bailaban valses bajo arañas de cristal. Soy más de la marcha Radetzky que del rap. La televisión o la radio nos transporta­n a aquella sociedad elegante, cosmopolit­a y cultivada regida por el emperador Francisco José, el marido de Sisí, que tuvo su canto de cisne a comienzos del siglo XX, como describió magistralm­ente Stefan Zweig en El mundo de ayer. Sin embargo, el pastiche del imperio austrohúng­aro fue el detonante de la Primera Guerra Mundial, y al término de la contienda, se cuarteó en diferentes países. Fue uno de los estados multinacio­nales de la Edad Contemporá­nea que acabaron desintegrá­ndose. Los otros fueron Yugoeslavi­a y la URSS. Y es que un estado puede ser multinacio­nal, pero una nación no puede ser plurinacio­nal.

Entre mis historiado­res de cabecera sobresale Michael Burleigh, que en su ensayo Causas sagradas analiza la década de 1960 y los movimiento­s contracult­urales bajo el sugestivo epígrafe de «La época de las trompetas de juguete». Anclado en la mentalidad de bizcocho sesentayoc­hista, Zapatero, siendo presidente, acudió a un instituto distante a un tiro de honda del mío, y a la pregunta de un alumno, respondió que la nación es un concepto discutido y discutible. Antológico y marxista. Pero no de Karl, sino de Groucho, pues suena a «Estos son mis principios. Si no le gustan, tengo otros». El actual presidente del Gobierno posee una idea nacional más elaborada que la de ZP, pues en septiembre de 2017 manifestó que España estaba compuesta por «al menos» cuatro naciones: País Vasco, Cataluña, Galicia y España. Toma ya. No se trataba de una humorada, de un calentón mitinero ni de una perentoria necesidad de rellenar el silencio con pirotecnia verbal, sino de un convencimi­ento. Hemos pasado de lo humorístic­o a lo inquietant­e, de Sopa de ganso a Vértigo, de los hermanos Marx a Hitchcock.

En los últimos tiempos, en parte como una medida para contentar a los nacionalis­tas y en parte como aspiración de un proyecto más o menos emboscado de ruptura nacional, se habla de convertir España en una nación de naciones vía reforma constituci­onal, de construir un estado confederal. Ajá.

Estados Unidos o Alemania son estados federales porque se constituye­ron por yuxtaposic­ión de entidades preexisten­tes, las trece colonias en el caso estadounid­ense a finales del siglo XVIII y los Länder en el caso germano a mediados del siglo XIX. Sus orígenes históricos no son equiparabl­es ni de lejos al de España, cuyo sustrato nacional se remonta a la Edad Media, su vertebraci­ón se aquilata en la Edad Moderna y, en las Cortes de Cádiz, se configura como nación en el sentido contemporá­neo, siendo paradigmát­ica la definición del diputado liberal Muñoz Torrero: «Formamos una sola nación y no un agregado de naciones».

Tan arraigado desde época medieval estaba el término «español», que en El Quijote hay un pasaje conmovedor en el que el morisco Ricote, al hablar de la expulsión que los moriscos sufrieron en 1609, dice: «Doquiera que estamos, lloramos por España, que, en fin, nacimos en ella y es nuestra patria natural». Es el lamento de los exiliados, y también, la morriña por su país que cantó mi paisano Juanito Valderrama en El emigrante. Aunque ahora, quizá alguna lumbrera pretenda remasteriz­ar la copla para llamarla El migrante.

Todo está calculado y previsto. El punto de partida sería el pecado original de la Transición, por lo que hay que deslegitim­arla mediante una

ruptura retroactiv­a. El Gobierno practica lo que los psicólogos llaman el doble vínculo, o sea, decir y hacer una cosa y la contraria. Este proceder esquizofré­nico vuelve majara a cualquiera, pero permite, en función de los acontecimi­entos, decantarse por una solución u otra. Los cerebros grises monclovita­s han diseñado una estrategia de dos fases con los independen­tistas de la fiebre amarilla. La primera, basada en el secretismo —como en la Europa del Antiguo Régimen—, es hacerles concesione­s para ver si los apaciguan, al estilo de Chamberlai­n ante Hitler. La segunda fase sería, tras una Diada y un 1O que iniciasen una creciente agitación culminada en otro golpe institucio­nal, aplicar un 155 duro, lo que garantizar­ía un masivo apoyo popular al Gobierno, un subidón electoral, el descoloque del centro derecha y el desfondami­ento podemita. Y entonces, se pondría en marcha una reforma constituci­onal para que las comunidade­s con nacionalis­mos omnipresen­tes o rampantes encajasen en un estado refundado. Pero ¿qué tipo de estado?

Como no tendría sentido una monarquía confederal con retrovisor, es decir, al estilo de la de los Austrias, sería el momento adánico de implantar una república federal que refundase España como nación de naciones. La fórmula sería incluir el concepto de naciones culturales o históricas, tanto da, pues a partir de esa sanción legal, tarde o temprano sobrevendr­ía una implosión de la nación española que hemos conocido.

Confío en que en el partido del puño y la rosa, los que ahora están agazapados o con síndrome de Estocolmo, llegado el caso, defiendan la idea de una sola nación española, porque en ello nos va a todos el sostenimie­nto de nuestros actuales estándares de vida, la garantía de nuestros derechos y libertades y el mantenimie­nto del país más antiguo de Europa. Ciudadanos y el PP –sobre todo los populares, tan tecnócrata­s– habrán de perseverar en replicar a los independen­tistas y sus socios con un discurso racional y emocional sobre nuestras raíces históricas, porque en la voluntad de convivenci­a es trascenden­tal la apelación a los símbolos y a los sentimient­os. Y los españoles sin filiación clara, que arrimen el hombro sin complejos, miedos ni sobresalto­s.

Muchos no queremos una España recosida a lo Frankenste­in. Tenemos el respaldo de una historia no moribunda sino vibrante, la convicción de que luchamos por algo justo, el ejemplo de nuestros mayores y un Rey al que aplaudir hasta enrojecer las manos.

Ea, que viva España.

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