UNA NICARAGUA FUERA DE CONTROL
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OS lamentables sucesos ocurridos en los últimos días en la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua y en varios edificios religiosos de Managua recuerdan con un sorprendente paralelismo a los tiempos de la dictadura del último de los Somoza. Igual que hace cuarto décadas el último representante de una saga familiar de tiranos, Daniel Ortega, representa ahora un gobierno que ha perdido toda legitimidad porque responde a tiros a las reclamaciones de sus ciudadanos, ha asesinado a cientos de personas y se empeña en permanecer al frente de un país donde vuelve a haber desaparecidos y fuerzas paramilitares irregulares. Conoce muy bien la situación, porque en su día fue una víctima de los abusos del somocismo y debería darse cuenta de que cada segundo que pasa antes de parar esta masacre está asumiendo una responsabilidad gravísima de la que probablemente ya no podrá escapar.
Las agresiones a sacerdotes y obispos han rebasado una línea que hace prácticamente imposible una mediación de la Iglesia, que era la mejor opción que le quedaba para dirigir una salida pacífica.
Sin el apoyo del chavismo, que está a su vez enredado en su propia catástrofe en Venezuela, Ortega no puede esperar un milagro que resuelva la situación. La única salida es su dimisión y el adelanto de las elecciones, para que sean los nicaragüenses quienes decidan en las urnas, como le han pedido desde todas las instancias internacionales. Empeñándose en ignorar estas demandas –el país está en huelga general en su contra– no podrá convencer a nadie de que está defendiendo la democracia ni la legalidad. Lo único que está intentando preservar son sus intereses y los de su esposa y vicepresidenta, Rosario Murillo, que es cómplice de sus tropelías.