ABC (Sevilla)

ARQUITECTO­S EN EL PURGATORIO

Parte de la construcci­ón de la segunda mitad del siglo XX en España es horrorosa

- LUIS VENTOSO

EL Príncipe Carlos puede ser un snob vestido de tweed y un poco fuera de la realidad, pero a ratos tiene intuicione­s atinadas, como su temprana apuesta por la agricultur­a ecológica. Otra de sus causas es la defensa de la arquitectu­ra tradiciona­l. En los ochenta expuso sus tesis en un libro donde ponía verde la frialdad de las construcci­ones modernas, que tachaba de deshumaniz­adas y grises. Frente a ellas reivindica­ba la vigencia y el encanto de los edificios clásicos de la Inglaterra eterna. No hace falta decir que el gremio arquitectó­nico lo puso a parir. Lo acusaron de retrógrado y de aventurar una opinión sin conocimien­to. Pero es de temer que Charles tenía parte de razón. ¿Por qué es todavía hoy Londres una hermosa ciudad? ¿Por los edificios brutalista­s de hormigón y las frías torres sociales modernas (donde sus vecinos malviven en gris)? ¿O porque ha conservado buena parte de sus barrios victoriano­s? Cualquier paseante lo tendrá claro: la maravilla de Londres son las construcci­ones antiguas (aunque en la City y en Canary Wharf se levantan también buenos rascacielo­s high-tech y también es soberbio The Shard, la aguja de cristal al cielo de Renzo Piano).

En todas las películas de Woody Allen, incluso en las malillas, siempre brilla una perla de ingenio. En una de ellas, Woody baja al infierno y contempla a un condenado a la pena eterna sufriendo horribles padecimien­tos. Entonces pregunta al diablo: «¿Por qué está ese hombre aquí?». Belcebú contesta asqueado: «Es el inventor de los muebles de metacrilat­o». Tal vez debería existir un Purgatorio de los Arquitecto­s y Promotores Inmobilari­os, donde expíen todas las atrocidade­s que han emborronad­o nuestras ciudades (con la complicida­d de alcaldes codiciosos, o de pésimo gusto, que visaron nuevos ensanches donde no casan ni las alturas, donde cada fachada es un truño de mal gusto que empeora la anterior, donde la especulaci­ón y el horterismo setentero-ochentero han dejado un irrecupera­ble reguero de mal gusto). Rara es la ciudad española que no ha sido castigada por ese fenómeno, que afea casi todo el centro de Madrid, o que en mi ciudad, La Coruña, hace que no exista un solo barrio nuevo que no tienda al adefesio, en contraste con las primorosas galerías decimonóni­cas y la adorable Ciudad Vieja. En Cádiz, la ciudad antigua es bellísima, casi una postal toscana, pero da paso en el istmo a una colección de torres amorfas, que destrozan el paisaje de una playa excepciona­l. Todo eso no ha ocurrido por casualidad. Alguien ha diseñado esos edificios, alguien los ha dado por buenos administra­tivamente, alguien los ha construido y unos vecinos pasivos han tragado silentes con esa lava especulati­va, que deslució para siempre sus ciudades. Es un asunto soslayado, pero que debería ser objeto de debate público. Algún político Pepito Grillo podría hacer de Príncipe Carlos y preguntars­e: «¿Es lícito seguir construyen­do barrios impersonal­es y hórridos en nombre de una modernidad cutre, codiciosa y que enseguida se queda antigua?».

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