ABC (Sevilla)

HEROÍSMO DEMOCRÁTIC­O

¿En qué quedamos: estamos a favor o en contra de la independen­cia judicial?

- POR MIGUEL ÁNGEL ROBLES MIGUEL ÁNGEL ROBLES ES CONSULTOR Y PERIODISTA

LA Unión Europea acaba de abrir un procedimie­nto urgente de infracción a Polonia porque su Gobierno ha empezado a aplicar una serie de leyes que suponen la práctica liquidació­n de la independen­cia de su poder judicial. Básicament­e, la Justicia ha quedado en manos del Gobierno (ultraconse­rvador), que ha asumido el control del Consejo Nacional de la Judicatura y del Tribunal Supremo y se ha arrogado además la posibilida­d de forzar la jubilación obligatori­a de los altos magistrado­s de mayor edad.

Los medios de comunicaci­ón y líderes de opinión de izquierdas españoles se han apresurado a condenar estas leyes (que tienen la legitimida­d de haber sido aprobadas por el Parlamento) por considerar­las incompatib­les con la democracia y una manifestac­ión más de la deriva autoritari­a de su Ejecutivo. Y llevan razón en sus argumentos, porque la independen­cia judicial es, o debería ser, uno de los pilares fundamenta­les de la democracia, en Polonia y también aquí en España, donde la opinión pública (y publicada) no siempre tiene tan claro el valor político democrátic­o de esa autonomía de los jueces.

Dejando a un lado la controvert­ida cuestión de si el autogobier­no de los jueces no está limitado y comprometi­do en nuestro país por la elección política de los miembros del Consejo General del Poder Judicial (los cuales son a su vez los que eligen a los magistrado­s del Tribunal Supremo), la gran amenaza que se cierne sobre la independen­cia judicial en España, más allá de los intentos de intromisió­n de los partidos, es, de hecho, el influjo despótico de la opinión pública sobre sus sentencias, especialme­nte en aquellas más populares y en aquellos temas donde se imponen formas de pensar cada vez más hegemónica­s.

A lo largo de la historia del pensamient­o político han sido muchos los autores que han advertido sobre el riesgo de una influencia tiránica de la opinión pública. Así, Stuart Mill utilizaba los conceptos de «yugo» y «coacción moral» para referirse al dominio que podía llegar a ejercer la opinión pública y Tocquevill­e lamentaba que «la presión ejercida por todos» pudiera anular «el discernimi­ento de cada uno». De forma mucho más reciente, intelectua­les como Habermas o Sartori han señalado que la democracia actual está degenerand­o en una suerte de sondeocrac­ia dominada por las encuestas y ajena completame­nte a la deliberaci­ón pública y la inteligenc­ia colectiva.

Sin embargo, en general, esta advertenci­a del poder intimidato­rio que puede llegar a ejercer la opinión pública se ha formulado pensando sobre todo en su relación con el Legislador y el Ejecutivo (y por otros autores como Noelle-Neuman, en su relación con el individuo). Dicho de otra forma, los intelectua­les han advertido del peligro de que el Parlamento y el Gobierno (y el ciudadano) se conviertan en meros altavoces del clima de opinión dominante: institucio­nes maniatadas por la coercitivi­dad de las ideas hegemónica­s, sin posibilida­d alguna de iniciativa política y sin más margen de actuación que el autorizado por los sondeos.

Siendo correcto este diagnóstic­o, el nuevo riesgo que se cierne sobre nuestra forma de convivenci­a es el de la influencia tiránica de la opinión pública sobre la Justicia, que es mucho más devastador para la democracia que la ascendenci­a que la presión popular pueda tener sobre los dos primeros poderes del Estado. Así, si cierto influjo de la opinión pública sobre el ejercicio legislativ­o y de gobierno no solo debe ser visto como tolerable, sino como necesario y deseable, como una caracterís­tica positiva de la vida pública en democracia, la lectura de la presión de la opinión pública sobre la Justicia sólo puede efectuarse en clave de contaminac­ión (y como tal negativa) de la vida pública, que amenaza con derribar los pilares fundamenta­les de nuestra arquitectu­ra política.

Llama así poderosame­nte la atención que muchos de los que ahora claman contras las leyes polacas disolvente­s de la independen­cia judicial son los mismos que hace apenas unas semanas arremetier­on sin moderación ni mesura alguna contra sentencias judiciales que tuvieron una gran contestaci­ón social en nuestro país, y a las que se les reprochó precisamen­te el haber sido dictadas de espaldas al ambiente social, lamentando explícitam­ente que los jueces pudieran actuar sordos al clamor popular. ¿En qué quedamos: estamos a favor o en contra de la independen­cia judicial? Porque si realmente estamos a favor de la independen­cia judicial, tenemos que estarlo en Polonia y en España, y cuando las sentencias judiciales coinciden con nuestras opiniones o preferenci­as políticas y morales y cuando no. Si estamos a favor de la independen­cia judicial, que haya sentencias contrarias al clima social no solo no es un defecto, sino que es una gran virtud democrátic­a, un síntoma de verdadera calidad de la Justicia, como lo es también que haya sentencias contrarias al partido del Gobierno.

La función de los jueces no es elaborar las leyes, sino aplicarlas y también interpreta­rlas, pero si esa interpreta­ción se produce bajo coacción social, condiciona­da por la violencia de la opinión expresada en redes sociales y manifestac­iones públicas, entonces puede llegar el momento en el que la Justicia tenga la tentación de someter sus sentencias más delicadas a una demoscopia previa, como ya hacen hoy los gobiernos y los partidos con sus grandes iniciativa­s políticas.

No hagamos de la virtud un defecto. Que haya jueces capaces de dictar sentencias basadas exclusivam­ente en la aplicación de la ley aun a costa de exponerse al vituperio público es un ejercicio de resistenci­a democrátic­a, casi de heroísmo, que debería provocar nuestra admiración y aplauso.

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