HEROÍSMO DEMOCRÁTICO
¿En qué quedamos: estamos a favor o en contra de la independencia judicial?
LA Unión Europea acaba de abrir un procedimiento urgente de infracción a Polonia porque su Gobierno ha empezado a aplicar una serie de leyes que suponen la práctica liquidación de la independencia de su poder judicial. Básicamente, la Justicia ha quedado en manos del Gobierno (ultraconservador), que ha asumido el control del Consejo Nacional de la Judicatura y del Tribunal Supremo y se ha arrogado además la posibilidad de forzar la jubilación obligatoria de los altos magistrados de mayor edad.
Los medios de comunicación y líderes de opinión de izquierdas españoles se han apresurado a condenar estas leyes (que tienen la legitimidad de haber sido aprobadas por el Parlamento) por considerarlas incompatibles con la democracia y una manifestación más de la deriva autoritaria de su Ejecutivo. Y llevan razón en sus argumentos, porque la independencia judicial es, o debería ser, uno de los pilares fundamentales de la democracia, en Polonia y también aquí en España, donde la opinión pública (y publicada) no siempre tiene tan claro el valor político democrático de esa autonomía de los jueces.
Dejando a un lado la controvertida cuestión de si el autogobierno de los jueces no está limitado y comprometido en nuestro país por la elección política de los miembros del Consejo General del Poder Judicial (los cuales son a su vez los que eligen a los magistrados del Tribunal Supremo), la gran amenaza que se cierne sobre la independencia judicial en España, más allá de los intentos de intromisión de los partidos, es, de hecho, el influjo despótico de la opinión pública sobre sus sentencias, especialmente en aquellas más populares y en aquellos temas donde se imponen formas de pensar cada vez más hegemónicas.
A lo largo de la historia del pensamiento político han sido muchos los autores que han advertido sobre el riesgo de una influencia tiránica de la opinión pública. Así, Stuart Mill utilizaba los conceptos de «yugo» y «coacción moral» para referirse al dominio que podía llegar a ejercer la opinión pública y Tocqueville lamentaba que «la presión ejercida por todos» pudiera anular «el discernimiento de cada uno». De forma mucho más reciente, intelectuales como Habermas o Sartori han señalado que la democracia actual está degenerando en una suerte de sondeocracia dominada por las encuestas y ajena completamente a la deliberación pública y la inteligencia colectiva.
Sin embargo, en general, esta advertencia del poder intimidatorio que puede llegar a ejercer la opinión pública se ha formulado pensando sobre todo en su relación con el Legislador y el Ejecutivo (y por otros autores como Noelle-Neuman, en su relación con el individuo). Dicho de otra forma, los intelectuales han advertido del peligro de que el Parlamento y el Gobierno (y el ciudadano) se conviertan en meros altavoces del clima de opinión dominante: instituciones maniatadas por la coercitividad de las ideas hegemónicas, sin posibilidad alguna de iniciativa política y sin más margen de actuación que el autorizado por los sondeos.
Siendo correcto este diagnóstico, el nuevo riesgo que se cierne sobre nuestra forma de convivencia es el de la influencia tiránica de la opinión pública sobre la Justicia, que es mucho más devastador para la democracia que la ascendencia que la presión popular pueda tener sobre los dos primeros poderes del Estado. Así, si cierto influjo de la opinión pública sobre el ejercicio legislativo y de gobierno no solo debe ser visto como tolerable, sino como necesario y deseable, como una característica positiva de la vida pública en democracia, la lectura de la presión de la opinión pública sobre la Justicia sólo puede efectuarse en clave de contaminación (y como tal negativa) de la vida pública, que amenaza con derribar los pilares fundamentales de nuestra arquitectura política.
Llama así poderosamente la atención que muchos de los que ahora claman contras las leyes polacas disolventes de la independencia judicial son los mismos que hace apenas unas semanas arremetieron sin moderación ni mesura alguna contra sentencias judiciales que tuvieron una gran contestación social en nuestro país, y a las que se les reprochó precisamente el haber sido dictadas de espaldas al ambiente social, lamentando explícitamente que los jueces pudieran actuar sordos al clamor popular. ¿En qué quedamos: estamos a favor o en contra de la independencia judicial? Porque si realmente estamos a favor de la independencia judicial, tenemos que estarlo en Polonia y en España, y cuando las sentencias judiciales coinciden con nuestras opiniones o preferencias políticas y morales y cuando no. Si estamos a favor de la independencia judicial, que haya sentencias contrarias al clima social no solo no es un defecto, sino que es una gran virtud democrática, un síntoma de verdadera calidad de la Justicia, como lo es también que haya sentencias contrarias al partido del Gobierno.
La función de los jueces no es elaborar las leyes, sino aplicarlas y también interpretarlas, pero si esa interpretación se produce bajo coacción social, condicionada por la violencia de la opinión expresada en redes sociales y manifestaciones públicas, entonces puede llegar el momento en el que la Justicia tenga la tentación de someter sus sentencias más delicadas a una demoscopia previa, como ya hacen hoy los gobiernos y los partidos con sus grandes iniciativas políticas.
No hagamos de la virtud un defecto. Que haya jueces capaces de dictar sentencias basadas exclusivamente en la aplicación de la ley aun a costa de exponerse al vituperio público es un ejercicio de resistencia democrática, casi de heroísmo, que debería provocar nuestra admiración y aplauso.