«Sevilla es una ciudad sin pulso para defender su excepcional patrimonio»
Sabio de amplios saberes. Rogelio Reyes Cano es catedrático emérito de Literatura Española de la Universidad de Sevilla. Durante décadas ha sido maestro de varias generaciones de filólogos, literatos y periodistas. Empezó como catedrático de instituto y eso se nota en su amplísimo horizonte de saberes. Autor de ensayos literarios que aúnan el rigor exquisito con la erudición divulgativa, asombra su conocimiento de la Sevilla de Cervantes, la de Blanco White o la de Bécquer. Es miembro de la Real Academia Sevillana de Buenas Letras y reciente Premio de Artículos Periodísticos Romero Murube que otorga ABC por un clarividente texto en defensa del patrimonio conventual de Sevilla. Reyes Cano es un ejemplo del intelectual comprometido con su época, un hombre que reflexiona, cuestiona, duda y apunta las fragilidades de su siglo. —Usted comenzó como catedrático de instituto, esa figura que representó Antonio Domínguez Ortiz. ¿Qué queda hoy de aquel perfil del maestro con un amplio horizonte de saberes? —Yo hice cátedra de instituto porque era la salida natural y la posibilidad de una solución económica. Promocionar en la universidad era lento y trabajoso. Hacer cátedra de instituto era entonces una oposición de altísimo nivel, como demuestra que catedráticos de instituto anteriores a mi generación habían sido Domínguez Ortiz, José Manuel Blecua padre o Rafael Lapesa. Esto da una idea del nivel que tenía este cuerpo que después ha sido prácticamente defenestrado. Y yo añadiría: conscientemente defenestrado, porque ya no existe. Ese nivel de los institutos venía fundamentalmente de la República, que se ocupó mucho de dignificar la enseñanza pública. También después en el franquismo los institutos tenían un plantel de profesores claramente de más solvencia que todos los colegios privados. Había que preparar un programa muy extenso de lengua y de literatura, y eso me dio una percepción de la materia que después me ha servido en la Universidad. En la literatura hay que dar saltos de atrás adelante y de adelante hacia atrás, por eso hay que tener una visión panorámica, algo difícil cuando se hacen estudios monográficos y especializados. —Ha sugerido un tema clave: la involución de la educación, la tendencia a una pedagogía de la banalidad. ¿Es la educación la revolución pendiente? —Sin ninguna duda. Primero, porque la educación básicamente se adquiere en el ámbito familiar. La escuela instruye y puede complementar una educación recibida en familia, pero si esa educación no viene de abajo difícilmente la puede suplir. Ahora ha tenido acceso a la enseñanza una variedad de personas que antes no tenían. El acceso de todos los escolares a la enseñanza por fuerza había de provocar en un primer momento una cierta bajada de nivel, pero eso se ha dilatado demasiado en el tiempo. Desgraciadamente, hoy hay una cierta trivialización o banalidad de la enseñanza. Se ha sustituido el ideal de la igualdad de oportunidades por la igualdad de resultados, que son dos cosas diferentes. Si se busca una igualdad de resultados, los perjudicados son los alumnos que tienen más nivel y empeño. La enseñanza ha perdido rigor, entidad, exigencia. Eso está dentro de lo que se conoce como pensamiento débil, el buenismo, eso de todo el mundo tiene que ser igual aunque unos hagan más esfuerzo que otros. Se han perdido la auctoritas, el prestigio social del profesor y la noción de esfuerzo. Las administraciones públicas tienen una visión casi estadística de los resultados escolares. Y la presión para que los resultados sean estadísticamente defendibles es muy fuerte. —Acaba de ganar el Premio Joaquín Romero Murube, un personaje que en los sesenta intentó desde la prensa salvar el patrimonio de Sevilla. ¿Se ha dado cuenta Sevilla de la importancia de su patrimonio? ¿O los cielos se perdieron definitivamente? —Romero Murube es un punto de referencia para cualquiera que hoy esté preocupado por salvar el patrimonio. Tenía una visión poética de la ciudad. Sí, sabía muy bien dónde estaban los cielos de Sevilla, en alusión a su libro «Los cielos que perdimos», pero tuvo la mala suerte de coincidir con la época del desarrollismo, la especulación urbanística, la incuria, el abandono. Coincidió con el desarrollo económico de la España de Franco, cuando los españoles dejan de ser españoles de alpargatas para poderse comprar el seiscientos. Hay una fiebre de desarrollo y construcción que no pudo ser neutralizada, porque personas como Joaquín estaban casi en solitario. En Sevilla, la gente se fue de las casas solariegas de San Vicente a los pisos de Los Remedios, una barriada sin zonas verdes ni plazas. Hoy hay más conciencia, vamos a llamarle conservacionista, pero tenemos asignaturas pendientes muy importantes. Por ejemplo, la batalla que hemos tenido —y lo digo porque yo estoy en el consejo asesor de Adepa (Asociación de Defensa del Patrimonio de Andalucía)— para salvar las Atarazanas. Las Atarazanas constituyen un patrimonio de singularidad, es casi una catedral civil, una catedral industrial del siglo XIII. Ahora estamos dando la batalla por la arquitectura regionalista, que fue la referencia de la Sevilla de la Exposición del 29. Lo curioso es que a la gente que está batallando por mantener el patrimonio se le suele tachar de arcaizante por parte de otros sectores que están más en una suerte de «progresismo arquitectónico y urbanístico». Sevilla es una de las ciudades con un patrimonio histórico, artístico y cultural más grande de todo Occidente. Y por eso sorprende que el Museo Arqueológico esté casi cerrado o el de Bellas Artes a medio gas. No quiero entrar en el pugilato, pero hay otras ciudades que con un patrimonio inmensamente más pequeño han sabido gestionar su cultura. Sevilla es una ciudad a la que le falta pulso. Una ciudad muy átona para defender lo más valioso que tiene: una historia y un patrimonio cultural y artístico excepcional. —Precisamente impartió hace poco una conferencia sobre Itálica en la literatura. Ahora que se ha conseguido que Medina Azahara sea Patrimonio de la Humanidad, le toca el turno a la ciudad romana ¿no? —Sin duda. Pero además Itálica no es una ciudad romana más, es una ciudad singularísima, muy en la vanguardia constructiva. El problema es que está muy parcialmente excavada por un problema de apoyo económico. Sevilla es hoy una ciudad muy turística, pero hay un divorcio entre el turismo que viene a Sevilla capital e Itálica. No hay cau-
ces que canalicen buena parte de ese turismo hasta allí.
—Hoy es un monumento con problemas y que parece olvidada por las administraciones. ¿Hay que curar esa desidia si se quiere optar al título?
—Espero y deseo fervientemente que Itálica sea Patrimonio de la Humanidad. Es verdad que ciudades romanas hay muchas, pero Itálica ha sido la patria de dos emperadores romanos. ¡Si eso lo tuvieran otros países u otras regiones españolas! Lo que tendrían que hacer las administraciones es enhebrar a Itálica con toda esa masa turística de Sevilla: facilitar accesos, autobuses, excursiones. Crear una conciencia, porque aquello sigue pareciendo —como se decía en la época en que las ruinas estaban abandonadas— Sevilla la Vieja.