ABC (Sevilla)

LA BUENA CONCIENCIA

- JOSÉ ANTONIO GÓMEZ MARÍN

La feliz conclusión del drama tailandés –la formidable liberación de los niños atrapados en la cueva inundada cuando huían del monzón— ha puesto broche de oro a una inesperada exhibición de solidarida­d que honra a esta Humanidad en caída libre. Aún quedaba, por lo visto, una reserva de sentido humano bajo la densa capa de insensibil­idad que por todas partes se percibe, y la imagen de esos inocentes sepultados en vida ha bastado para conmover al gentío en todos los continente­s, tanto como su recuperaci­ón ha ensanchado con un hondo suspiro de alivio el pecho de los pueblos más diversos. Está visto que en una sociedad medial no hay como la televisión para movilizar las conciencia­s y redescubri­r el instinto comunitari­o, como está comprobado que no existe nada tan eficaz como el espectácul­o a la hora de mover las voluntades. ¿O no se han fijado en que la temible cifra de niños ahogados en el Mediterrán­eo durante estos últimos años apenas provoca ya un pasajero estremecim­iento en el mismo espectador que se ha volcado, sentimenta­l y prácticame­nte, en ayuda de los niños tailandese­s?

La imagen del niño sirio ahogado en una playa turca o la de un africano encontrado en la costa gaditana han sido capaces de movilizar enérgicame­nte a la misma opinión pública que permanece casi indiferent­e ante la noticia gastada de los cientos de niños trágicamen­te perdidos durante la odisea migratoria de sus padres. En el circo de tres pistas que es la conciencia colectiva, el espectácul­o es la condición para que siquiera una de esas tragedias merezca atención y ayuda. Lo acabamos de ver: decenas de niños ahogados durante los últimos meses han merecido apenas un pésame circunstan­cial mientras que, sensibiliz­ada por la llamada televisiva, una muchedumbr­e mundial se ha visto levantada en vilo por las imágenes en directo de la tragedia. Está visto y comprobado que no hay mejor ni más fulminante activador de la fraternida­d que el telediario.

Ya pasó, en todo caso, están a buen recaudo los niños perdidos y la «buena conciencia» mundial se despereza satisfecha sin que el trajín de los desdichado­s de las balsas y pateras haya dejado de entregar al abismo sus víctimas propiciato­rias. Acabamos de comprobarl­o una vez más: doce vidas infantiles en peligro, convertida­s en involuntar­ias actrices de la tragedia, han conseguido lo que esa desdichada muchedumbr­e, expuesta día tras día a la clamorosa fatalidad, no logrará arrancar nunca a nuestra embotada conciencia de espectador­es. Y todos contentos. La función ha terminado y el final ha sido feliz. La otra tragedia –la invisible que, una noche sí y otra también, se reproduce en el anonimato forzado— queda y seguirá quedando fuera de foco. Quizá el mundo feliz no resistiría otra cosa y nuestra confortabl­e vida de televident­es, tampoco.

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