ABC (Sevilla)

SEPTOLOGÍA DE UNA DESOLACIÓN

Si Llarena denuncia ante la justicia europea y su recurso es admitido, lo más probable es que lo gane

- SALVADOR SOSTRES

Cada país cuando se refunda o vuelve a empezar se conjura contra sus fantasmas y problemas. Alemania, por ejemplo, se protege contra el hecho de que Hitler llegó al poder ganando unas elecciones, y por ello el apartado segundo del artículo 21 de su Constituci­ón establece que «los partidos que por sus fines o por el comportami­ento de sus adherentes tiendan a desvirtuar o eliminar el régimen de libertad o democracia, o a poner en riesgo la existencia de la República Federal de Alemania, son inconstitu­cionales».

Este artículo, y otros tantos, no los pactaron los alemanes con los nazis, sino con los aliados. El Código Penal que impulsó el Gobierno de Felipe González, ya en sus últimos años, con Juan Alberto Belloch como ministro, fue pactado con los nacionalis­tas catalanes y precisamen­te a propuesta de Convergènc­ia i Unió se estableció que para que hubiera violencia se tenían que producir evidentes situacione­s de tumulto y de violencia. Hasta entonces, funcionába­mos con un Código Penal que tuvo su última reforma importante en 1973. Era caótico y disperso, pero penalizaba, como en Alemania, el simple propósito de querer acabar con la integridad, y CiU, aconsejada por el notario Alfons López Tena, argumentó que aquello era «penalizar ideas», y Felipe González, que necesitaba los escaños convergent­es para mantenerse en el poder, accedió a la enmienda.

España, en lugar de conjurarse, como Alemania, contra sus fantasmas, los sacó a pasear, y las dificultad­es políticas que ha tenido para sofocar el golpe, y las que tendrá para castigarlo, tienen que ver con la frivolidad con que tantas veces han tratado los dos grandes partidos nacionales. En una comunidad como la catalana, en la que la identidad se articula a través del idioma, la inmersión lingüístic­a fue idea de la socialista Marta Mata, contra un Jordi Pujol que quería que los padres pudieran elegir libremente la lengua de escolariza­ción de sus hijos. Del mismo modo, fue el presidente Aznar quien, cuando necesitó los votos de Jordi Pujol, entregó a la Generalita­t el mando y el despligue de los Mossos y abolió el servicio militar obligatori­o. El independen­tismo ha usado las armas que España le ha entregado.

Por su parte, la euroorden se concibió inicialmen­te como un complement­o a Schengen: si no hay fronteras para nadie, tampoco para los delincuent­es, es imprescind­ible que tampoco las haya para los mandamient­os judiciales. Sin embargo, su redacción final quedó ambigua a causa de tres recelos: el primero, el del Reino Unido, que como siempre desconfió de la vieja Europa; el segundo, el de la vieja Europa con las recién llegadas Rumanía y Bulgaria, entonces todavía muy infectadas de postcomuni­smo, de modo que podían volver «perseguibl­es» libertades propias de La Civilizaci­ón; y el tercer recelo fue que el aborto, penalizado ya en Polonia, pudiera

Los tres jueces regionales alemanes tienen, en efecto, la potestad de entrar al fondo de la cuestión de lo que les plantea desde España el juez Llarena. O como mínimo es opinable que la tengan: hacerlo es contrario al espíritu de la euroorden, pero no a la redacción de su regulación, expresamen­te confusa para no molestar a nadie. Tampoco hay que desdeñar la motivación personal, que siempre acaba pesando, y no es descabella­do pensar que la habitual arrogancia de los magistrado­s -ser juez, más que una profesión, es un estado del espíritu- les haya llevado a querer significar­se y a dejar su huella en este pedacito de Historia. No es la primera vez ni por desgracia la última que jueces muy presumidos sobreactúa­n por ver su estrella brillar y brillar. En España no somos ajenos a estos espectácul­os - sobre todo Garzóny no fueron promovidos por el Gobierno sino más bien en su contra.

Si el Tribunal Supremo reacciona con más testostero­na que inteligenc­ia, humillado porque un tribunal regional le enmienda la página, y opta por el «si no nos lo dan por rebelión, que se lo queden», Puigdemont no podrá volver a España, pero será una recurrente piedra en el zapato español. Si el juez Llarena denuncia ante la justicia europea el proceder de los jueces alemanes y su recurso es admitido a trámite, lo más probable es que lo gane.

Más de fondo, nuestro actual Código Penal es una invitación a que, cualquier día, los Puigdemont lo vuelvan a intentar. Si en lugar de protegerno­s de nuestros fantasmas los sacamos a bailar, ¿qué podría salirnos mal?

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