MÉXICO, A CONTRACORRIENTE
MÉXICO suele estar algo desfasada con respecto a América Latina. Veamos. Allí siguió gobernando la dictadura del PRI en los 80 y 90 luego de que los demás latinoamericanos transitaran a la democracia. Su economía, en la que pesa mucho la manufactura, creció poco cuando la otra América Latina, en la que pesa más la materia prima, vivió la bonanza de los commodities. Cuando los precios se desplomaron, los mexicanos, porque dependían menos de las materias primas, resistieron decorosamente mientras sus vecinos se hundían. Ahora que los precios se han recuperado parcialmente y varios países de la región crecen más, México crece poco. Por último, cuando en varios países los populismos de izquierda han cedido el lugar a gobiernos de otro signo, México elige a López Obrador. Lo grave no es que López Obrador vaya a hacer un Gobierno populista autoritario, sino que no sepamos aún qué esperar de él: si la lealtad a sus orígenes –los del peor PRI, del que se apartó para formar parte del peor PRD, del que se apartó también para formar el peor MORENA– o el adiós a todo aquello y la opción por la sensatez. No puede descartarse esto último, a pesar de que ha obtenido un mandato electoral abrumador y de que tendrá una representación parlamentaria intimidatoria. Después de todo, los mexicanos de hoy no son los de los tiempos del viejo PRI, sino una población alerta, enojadiza, comunicada consigo misma y con el mundo.
Pero, ¿podemos confiar en que los contrapesos, tanto los institucionales y gremiales como los espontáneos de la sociedad civil, bastarán para frenar a AMLO? No lo sabemos. Si ese más de 50 por ciento que lo votó se convierte en un 60 o 70 por ciento al inicio de su gestión y AMLO no embrida sus propios instintos y los de su entorno, será difícil que no trate de cumplir las promesas dispendiosas que ha hecho a toda clase de grupos. Una vez comprometido ese gasto, ¿qué hará si arrecian las críticas ante un eventual desmadre fiscal, un aumento de la deuda, una fuga de capitales o la liquidación de la independencia del Banco Central? ¿Las aceptará de buen talante o sacará a relucir el garrote autoritario? Y si México se polariza y crispa, ¿es seguro que mantendrá su compromiso de no cambiar las reglas para hacerse reelegir, como tantos de sus cofrades?
Todo lo anterior se condensa en una palabra: incertidumbre. Tal ha sido el signo de América Latina desde su independencia. Ese mundo que produce literaturas audaces y rupturistas, futbolistas anárquicos y geniales, una música turbulenta, una pintura que honra la tradición transformándola en otra cosa, unas telenovelas lacrimosas que lo mismo cautivan (o cautivaban, antes de que ellos adoptaran sus propias fórmulas) a españoles que a chinos, apuesta, en cambio, en política y economía, con conocidas excepciones, por el conformismo más estático: el de ser siempre igual a sí misma, el de haberse pasado un siglo tratando de llegar al paraíso por la vía terrenal, un imposible.
Cabe la posibilidad de que AMLO entienda que nada le conviene más a él, y ciertamente a su país, que optar por una vía distinta, es decir, acelerar las reformas que, tímidamente y a trompicones, han ido poniendo en marcha los gobiernos de la democracia para que México acabe de modernizar sus estructuras, todavía bastante aquejadas de mercantilismo, patrimonialismo y amiguismo.
Si AMLO hace esto, pasará a la historia como el revolucionario que quiere ser. Si hace lo que no pocos mexicanos temen, le espera un nicho en el cementerio de los caudillos fracasados.