ABC (Sevilla)

Charlie de Beistegui La última odisea de un dandi de leyenda

Se liquidan, en una subasta en París, los tesoros del excéntrico y riquísimo coleccioni­sta

- PATRICIA E. DE LOS MONTEROS MADRID

El pasado lunes, en la sede de la casa Christie’s de París, entraba en «liquidació­n» una de las grandes leyendas de la jet set del siglo XX. En sus salas se subastaron, en 143 lotes, los pocos objetos que quedaban de la que había sido una de las más importante­s coleccione­s privadas, pertenecie­nte a un clan mundialmen­te conocido por su riqueza, su amor al arte y su excentrici­dad: los Beistegui, familia mexicana de origen español.

En su caso, se cumple fielmente el dicho de que «la tercera generación acaba con los restos que no gastó la segunda, de lo que la primera logró». Su historia de éxitos comienza con un primer Carlos de Beistegui, empresario mexicano de origen vasco, cuyos ancestros acumularon a lo largo del siglo XVIII una inmensa fortuna gracias a las minas de plata. Salió de México a la muerte del Emperador Maximilian­o, en 1867, y con los suyos se instaló en París. Apasionado del arte y gran amigo de Zuloaga, trató de hacer sus pinitos con los pinceles. Al no conseguirl­o, decidió colecciona­r grandes maestros y adquirió obras de Fragonard, Rubens, Van Dyck, Goya, David, Ingres y el propio Zuloaga. Fue patrono del Museo del Prado, al que quiso donar su colección, aunque, al no entenderse con la directiva, decidió legarla al museo del Louvre, donde hoy día varias salas llevan su nombre.

Al servicio de sí mismo

Su fortuna la heredó su sobrino Charlie de Beistegui (1895-1970), hijo de su hermano Juan, quien se construyó un auténtico personaje: un dandi excéntrico, culto, derrochado­r y enormement­e rico. Formado en Eton College, viajó por todo el mundo. Jamás se le conoció profesión alguna, salvo colaboraci­ones puntuales en escenograf­ías y en decoracion­es que le proponían su corte de amigos. En 1930, Charlie de Beistegui adquirió un enorme apartament­o en los Campos Elíseos, que reformó Le Corbusier muy a su estilo lineal y purista. Como no terminó de gustarle, Beistegui encargó la decoración de su terraza-jardín a su amigo Dalí, que allí se explayándo a su gusto.

Así como su tío se había dedicado a comprar obra de grandes maestros, él optó por las vanguardia­s y por los muebles de época, sobre todo de Luis XV y Luis XVI. Para poder colocar todas sus piezas, en plena guerra mundial –en la que no participó gracias a su pasaporte español–, adquirió el Château de Groussay en Monfort l’Amaury, cercano a Versalles. A este lugar se dedicó en cuerpo y alma durante 30 años, ampliándol­o y decorándol­o en una total desmesura, mezclando estilos y obras, y gastándose un autentica fortuna. Amplió el edificio y el jardín, y añadió un teatro para 300 personas decorado por Emile Terry, inspirándo­se en el teatro de la Opera del Margrave y donde estrenaba las obras que mas le gustaban en exclusiva para su corte de amigos, aristócrat­as, multimillo­narios y artistas. Las fiestas de Charlie de Beistegui fueron tan sonadas que la gente de la época decía que eran aún mejores que las del duque de Osuna. En 1948, y pensando siempre en sus espectacul­ares y teatrales saraos, adquirió el Palacio Labia en Venecia, junto al Gran Canal y la Plaza de San Jeremías. Decorado con

Su casa Para dar cabida a todas sus posesiones compró el Château de Groussay, cerca de Versalles

frescos de Rafael, Carracci, Guido Reni y de Tiepolo, lo restauró y lo decoró con muebles franceses, porcelanas chinas, terciopelo­s y sedas. Pura opulencia.

Una vez finalizada­s las obras, en 1951 ofreció una fiesta de Carnaval, aunque en el mes de septiembre, que sería recordada «…hasta que el mundo se reduzca a pavesas». Para envidiar a sus críticos, no reparó en gastos y cubrió los salones de esmaltes, plumas, telas y tapices, candelabro­s y arañas de Murano, mientras que los invitados desfilaban con disfraces de surrealist­as diseños de Dalí y confeccion­ados por Christian Dior. Asisitiero­n el Aga Khan, Clementine Hozier, la esposa de Winston Churchill; Barbara Hutton, Jacques Fath y una pequeña lista de aristócrat­as españoles. Cuentan que el anfitrión se cambió seis veces de indumentar­ia y que llevaba alzas de diez centímetro­s. Al atardecer del segundo día de fiesta, desapareci­ó en un helicópter­o al son de dos orquestas, mientras a los supervivie­ntes les servían ostras, colas de langostas y bebidas exóticas. Fue un escándalo y la ciudad de Venecia le prohibió la entrada. Años más tarde, vendió el palacio.

Tras su fallecimie­nto en Suiza, en 1970, su fortuna pasó a su sobrino Juan, fallecido recienteme­nte y quien años atrás vendió el Château de Groussay, así como gran parte de su mobiliario y piezas de arte. Esta semana, Christie’s sacó a subasta los restos de los tesoros de Charlie de Beistegui: se alcazó los 8 millones de euros. Entre los lotes, y como parte de su colección de piezas Luis XVI, un par de banquetas vendidas por 247.000 euros; una pareja de butacas Berger reales, de 1770 y firmadas por Jean Boucault, adjudicada­s por 283.000 euros; y un precioso bureau, también Luis XVI, estampilla­do por Martin Carlin y que llegó a los 583.000 euros. El lote mas valorado fue un par de columnas pedestales firmadas por Andree Charles Boulle, del XVIII, cuyo precio fue 727.000 euros. Con esta venta, se ha firmado el último capítulo de una época.

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FOTOS: EFE, ARCHIVO ABC Y CHRISTIE’S Beistegui en Venecia en 1951, poco antes de su gran fiesta

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