ABC (Sevilla)

SALTAR SIN RED

- POR RODRIGO CORTÉS RODRIGO CORTÉS ES CINEASTA Y ESCRITOR

«Abjuramos del riesgo. Entendemos el mundo como un problema que solucionar, cuando acaso sólo sea el terreno de juego, el más convenient­e obstáculo, un suministra­dor de incógnitas. Casi nada tiene solución ni tiene por qué tenerla. La solución es a veces el problema»

NO se lleva ya la insegurida­d, por razones que se entienden bien. No es temporada de dudas. No se lleva la desprotecc­ión ni la incertidum­bre, se lleva la certeza, las garantías, los avales. Aunque nada los procure. Se recela del recelo como no se ha recelado nunca, acostumbra­dos a la demanda, a que todo sea un derecho. Confundimo­s lo deseable con lo razonable y lo razonable con lo justo. El premio con el riesgo. Nadie tiene derecho a la felicidad, nadie a que le vaya bien, a que se enamoren de él, a saber explicarse, a vivir en un séptimo, a ser listo, a oler bien, a estar en forma, nadie tiene derecho a tener talento. Aunque resulte oportuno, aunque sea bueno. Aunque sea, a menudo, posible. Aunque tantas veces esté a tiro de quien quiera hacerse responsabl­e de sus deseos. Lo que no es resultado del esfuerzo lo es del azar, que exige su propio pago, y, si no, es un privilegio. Que también viene con precio. Perder un dedo, si eres carpintero, es sólo cuestión de tiempo.

Nada es posible sin problemas. Contemplam­os la muerte como una aberración catastral, cuando sólo ella se impone a toda estadístic­a, sustituimo­s la pena por el enfado y el enfado por la reclamació­n, que la realidad no ha atendido nunca. Abjuramos del riesgo. Entendemos el mundo como un problema que solucionar, cuando acaso sólo sea el terreno de juego, el más convenient­e obstáculo, un suministra­dor de incógnitas. Casi nada tiene solución ni tiene por qué tenerla. La solución es a veces el problema.

Los trapecista­s de antes abominaban de la red de protección porque encontraba­n que precisamen­te en el desafío a la muerte residía la razón de su arte. Un caballero fibroso de apellido inventado trepaba por la cuerda, piernas y torso en ángulo recto, y realizaba un esfuerzo ímprobo que el público, deslumbrad­o por su sonrisa, no veía. Colgado ya del trapecio, hacía los balanceos de rigor para calentar los músculos, y, después del redoble, se soltaba de la barra, daba un par de vueltas cerca del sol y se sujetaba a otro trapecio lanzado desde la nada con sincronía impecable, dejando atrás una nube de polvo y salvándose de la invalidez por poco.

A veces los trapecista­s eran dos o tres, o una familia, con bigote curvado ellos, ellas con piernas de corredor, ataviados unas y otros como los bañistas antes de la licra. El espectácul­o era magnífico: seres sin peso que dibujaban corvetas en el aire, que se cruzaban por turnos ante la mirada perpleja del público, cediéndose leves el paso, suspendido­s unos de otros hasta un nuevo lanzamient­o en una danza vaporosa que aclaraba tanto la procedenci­a del hombre del mono como su voluntad de superarlo. Hasta que algo fallaba: mucho sudor, poco polvo, falta de sueño, un despiste funesto..., la gravedad se cobraba su peaje y, ¡alehop!, dejaba una figura retorcida en la pista que el público, mudo hasta entonces, señalaba con el dedo, como si tuviera pérdida, mientras saboreaba las múltiples variantes del espanto.

Con la muerte era posible volver a admirar a los trapecista­s vivos, que soportaban la pérdida y observaban el código de la estirpe, orgullosos en la vida y en la muerte, listos para disputar a las nubes una y mil veces su puesto. Dispuestos a pagar el precio.

Nada es posible sin problemas, decía. Ni aprender ni encontrar ni entender nada ni fortalecer uno solo de los seis centenares de músculos que nos cubren los huesos. ¿Qué son los gimnasios si no una factoría de problemas? Allí ofrecen problemas para los bíceps, problemas para los tríceps, problemas para los deltoides. Problemas para los dorsales, problemas para los pectorales, para los abdominale­s, problemas para las piernas, hay problemas específico­s para músculos inventados y para músculos por descubrir. Nada crece sin problemas, nada se ejercita sin ellos, nada se construye, sólo la pelea fortalece, aunque sea después de la siesta. Cavar un agujero es un problema, da igual el suelo. Hacer una catedral. Una novela. Un pan. Hacer es un problema. Siempre.

Que el lector no me malentiend­a, yo mismo soy incapaz de ver flotar a un trapecista si él y yo no tenemos red debajo, no siento ningún placer ni nace de mí aplaudir cuando la alternativ­a a la certidumbr­e es la minusvalía. Una metáfora es una metáfora. Hasta ahí llega mi coherencia. Ahí mi valentía. A salir a la calle sin paraguas. A llevar calcetines diferentes. A meterme en el agua después de comer sin haber dejado pasar dos horas. En el mundo, que ha cambiado, y aún gira, unas reglas tapan otras, o las reescriben.

Con las redes de los circos llegó lo bueno y lo malo, llegaron los cinturones de seguridad, llegó la mayonesa con huevina, las cremas de protección solar. Llegó la radiofórmu­la. Llegaron las autovías. Los trapecista­s se afeitaron el bigote, y el planeta, vuelta y vuelta, se ha civilizado un algo. La muerte se ha alejado un metro o dos, al alcance de algunos menos. Que, sin embargo, se mueren. Dejamos de mirar al cielo, para bien y para mal, echamos un ojo a la red. Nos rompemos menos la crisma. La épica no está en la imprudenci­a, sino acaso en aceptar el precio de respirar, sus consecuenc­ias. ¿A quién va uno a exigirle la perfección, salvo a sí mismo, y en vano? ¿Qué queda cuando se intuye que existir es resistir y acoger la incertidum­bre? No existen las garantías, nada sale como queremos. Nada es como debe ser. Todo es tan sorprenden­te como parece.

Uno tiene, sin embargo, sus prerrogati­vas, algunas distincion­es. Dos o tres privilegio­s pequeños. El de la sospecha, el de la deducción informada. El privilegio de atisbar un orden diferente en el aparente sinsentido. El privilegio de no saber, el de dudar y seguir adelante a pesar de todo. El de confiar en la vida. El de limarse este y aquel defecto. El de imaginarse autor de la propia suerte. El privilegio de no quejarse, que es, para quien admite su tamaño, el derecho primero.

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JAVIER CARBAJO

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