ABC (Sevilla)

¿ACASO NO SOY MUJER?

«Serena Williams y su ejército de histéricos e histéricas insultan la memoria de las grandes feministas de la historia»

- ÁLVARO VARGAS LLOSA

LA estupidez contemporá­nea ha convertido un fracaso personal de Serena Williams, la insigne tenista afroameric­ana, en un drama de la sociedad y el Estado: la explotació­n que la mitad testicular de la humanidad inflige a la otra mitad y, de paso, la discrimina­ción racial.

Hace pocos días, durante la final del US Open, interrumpi­ó tres veces el partido que iba perdiendo para criticar al árbitro, que originalme­nte le hizo una advertenci­a por recibir instruccio­nes gestuales de su entrenador desde la tribuna (lo que está prohibido); más tarde le quitó un punto por lanzar su raqueta contra el suelo (lo que está penalizado), y luego, tras recibir una descarga de insultos (lo llamó «ladrón» varias veces), le tuvo que restar un juego. Obligando a las autoridade­s a bajar a la pista, Serena dedicó enseguida varios minutos a acusar al árbitro y al tenis, entre alaridos, de castigarla por ser mujer.

Las proporcion­es que tomó este incidente en Estados Unidos –y el mundo– son sintomátic­as de los tiempos fraudulent­os que corren. Basta decir que activistas, periodista­s, deportista­s, políticos y demás se volcaron contra el árbitro y contra el US Open, acusando a ambos de machismo y racismo. El ente que gobierna el tenis norteameri­cano se precipitó a dar la razón a Serena.

El dato clave de la jornada –que la legendaria Serena Williams fue derrotada por Naomi Osaka, una advenediza que jugó mejor que ella– quedó en un segundo plano. El verdadero abuso –la pataleta de Serena provocó que el estadio entero abucheara a la ganadora, hija de un haitiano negro y una japonesa, que acabó pidiendo perdón con lágrimas por ganar– quedó enterrado bajo las groseras afirmacion­es victimista­s e inversamen­te discrimina­torias. El verdadero maltratado –un árbitro prestigios­o de origen portugués que se llama Carlos Ramos y aplica advertenci­as y castigos a hombres blancos– terminó convertido en culpable de que el voto femenino no hiciera su aparición en Estados Unidos hasta 1920 y de que, hasta 1868, la Constituci­ón norteameri­cana consideras­e que un negro era sólo tres quintas partes de una persona.

El episodio ilustra una deshonesti­dad que aqueja hoy al feminismo: la trampa de confundir lo individual con lo colectivo, desplazand­o la responsabi­lidad individual por determinad­a circunstan­cia personal hacia el ámbito de la responsabi­lidad social. Serena y el ejército de histéricos e histéricas que han convertido su pataleta por una derrota en una reivindica­ción de las oprimidas de la Tierra insultan la memoria de las grandes feministas de la historia, que hacían lo contrario: atacar aquellos factores sociales que llevaban siglos impidiendo la expresión individual, es decir, la libertad de la mujer. A diferencia de tantas feministas contemporá­neas, que buscan víctimas donde no las hay en lugar de buscarlas donde siguen existiendo, aquéllas luchaban para abandonar la condición de víctimas cuanto antes. La más grande feminista negra de la historia moderna, Sojourner Truth, una esclava que logró escapar y dedicó parte del siglo XIX a bregar contra la discrimina­ción sexista y racial, debe estar revolviénd­ose en la tumba ante lo que pasa hoy, en tantos lugares, por feminismo. Su discurso más famoso, de 1851, fue publicado tiempo después con un título inventado («¿Acaso no soy mujer?») y añadidos apócrifos que ampliaron y perennizar­on su leyenda. Pero la privilegia­da Serena y las demás plañideras deberían leer el texto original, de fácil acceso, para entender que lo ven todo al revés. No hay en él, a pesar de las mil razones que tenía Truth para quejarse, un solo lamento personal, sólo el deseo de que a ella y las demás les abrieran la jaula para volar en libertad.

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Serena Williams
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