ABC (Sevilla)

MEDITACIÓN EN LISBOA

Hoy pasean —o paseamos— por sus calles los turistas en busca de esa hermosura que resiste el paso del tiempo

- FRANCISCO ROBLES

ES la belleza decadente y es la decadencia de la belleza. Tal vez todo comenzara cuando la ciudad se consumió aquel primero de noviembre de 1755, cuando la tierra tembló y abrió heridas telúricas que hoy son las cicatrices de la saudade, esa tristeza translúcid­a que tiñe de melancolía los atardecere­s sobre el rosa pálido del estuario. Allí fueron los supervivie­ntes del temblor que derribó los templos y los palacios edificados con las riquezas de ultramar, las casas humildes y las solariegas, todo lo que el furor tectónico de las placas en pugna se llevaba por delante. Llegaron al estuario y se encontraro­n el mar en retirada, el cauce casi vacío, las arboladura desmochada­s de los pecios al descubiert­o. Los restos de los naufragios a la luz cenicienta del día nublado por el polvo de las ruinas en suspensión. El mar regresó de pronto en forma de tsunami y los engulló. La tercera fase de la tragedia llegaría por la noche, cuando las velas que les habían puesto a los difuntos empezaron a incendiar las casas derrumbada­s y abandonada­s. Tierra, agua, fuego y aire en complot para destruir la ciudad del comercio y del poderío económico.

Tal vez toda esta melancolía empezara aquel día de Todos los Santos que dejó un rastro de miles y miles de difuntos. Hoy pasean —o paseamos— por sus calles los turistas en busca de esa hermosura que resiste el paso del tiempo. El concejal sevillano del ramo anda por aquí para cerrar acuerdos, para repartirse y multiplica­r los cruceros y las visitas. De algo hay que vivir, y las dos ciudades son más que atractivas para quien busque esa belleza que nos salva del tedio. Maletas rodantes, gorras y calzado deportivo, compras de productos típicos, mucho bacalao preparado de mil maneras, el verde del vino y el azul de la lejanía en el estuario que se aparece encajonado por las calles que miran al sur. Y la lentitud de Pessoa. Esa manera de vivir despacio, de tomar el fresco en la calle que nos recuerda a la Sevilla de antier.

Quizás el sevillano y el lisboeta estén cortados por el mismo patrón de la nostalgia. Sus ciudades fueron metrópolis en el pasado. Esplendor perdido que nos recuerdan las calles y la historia a cada momento. Aquello no volverá. La peste sevillana de 1649 y el terremoto lisboeta de 1755 marcaron unas fronteras que aún no hemos cruzado del todo. De ahí la belleza que en ambos casos va unida a la inevitable decadencia.

Podemos repartir y multiplica­r al mismo tiempo el contingent­e turístico que nos salva las cuentas. Pero no podemos regresar a ese brillante pretérito que nos hizo grandes y únicos a los ojos del mundo. Suenan las campanas del mediodía, pero ya no es la tierra furibunda la que juega con el tintineo de los badajos. Suena el bronce del tiempo mientras el cielo pule la patena del azul. La luz reflejada en las aguas remansadas y moribundas del Tajo nos llaman a la serenidad. Hay que vivir. Hay que amar sin cálculos. Es la gran lección que nos dicta, más bien nos susurra, esta ciudad que ha sido capaz de convertir su decadencia en una forma dulce y leve de la belleza.

QUIZÁS EL SEVILLANO Y EL LISBOETA ESTÉN CORTADOS POR EL MISMO PATRÓN DE LA NOSTALGIA

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