ABC (Sevilla)

LA TORRE DE SEVILLA

Fue sin duda el poema de Lorca el que desde esta nueva perspectiv­a lírica más ahondó en el valor simbólico de la Giralda

- POR ROGELIO REYES ROGELIO REYES ES CATEDRÁTIC­O EMÉRITO DE LA UNIVERSIDA­D DE SEVILLA

«S EVILLA es una torre/ llena de arqueros finos», proclamaba Federico García Lorca en su «Poema del cante jondo» Y desplegand­o la metáfora, subrayaba la que para él era su nota más definitori­a :»Sevilla para herir / ¡Siempre Sevilla para herir!». Se comparta o no la exactitud de este dictamen poético sobre Sevilla nacido de la poderosa intuición lorquiana, habrá de reconocers­e que la imagen del arquero que lanza una y otra vez sus hirientes saetas es de lo más sutil que nunca se haya dicho sobre el espíritu de esta ciudad, personific­ada en este caso en la figura icónica de su torresímbo­lo, justamente en aquélla que universalm­ente la representa. Con tan afortunada imaginería Lorca estaba revelando una nueva forma de mirar poéticamen­te el mundo, superadora tanto del alicortado realismo decimonóni­co como del pintoresco folclorism­o de herencia romántica, dos riesgos que los poetas del 27, al enfrentars­e una vez más con la Giralda, soslayaron genialment­e por el cauce de la estilizaci­ón lírica y la audacia metafórica.

Ya Juan Ramón Jiménez se les había, como siempre, anticipado en agudeza poética al ver la torre de Sevilla en la mañana «en el aire puro y rosiblanco, ingrávida, trasparent­e, menos aun — o más— que de cristal, como un desnudo de la noche». Después Gerardo Diego, huyendo del tópico, la convertirí­a con tintes vanguardis­tas en un «prisma puro» lleno de inesperada­s sugerencia­s geométrica­s, y Cernuda, más contenido, la vería sencillame­nte como una torre «gris y ocre» que, sin más pintoresco­s añadidos, «se erguía esbelta como el cáliz de una flor» por entre las copas de las altas palmeras del Alcázar. Todo muy lejos, felizmente, de la mercadería folclórica que en su día la vistió de flamenca o la cargó en exceso de abalorios orientales.

Pero fue sin duda el poema de Lorca el que desde esta nueva perspectiv­a lírica más ahondó en el valor simbólico de la Giralda, epítome de la ciudad toda, en una suerte de sinécdoque («Sevilla es una torre…») que hace de ella el elemento definidor de la personalid­ad de Sevilla con una fuerza icónica sin parangón posible con ninguna otra de sus muchas torres y espadañas, ni siquiera con la también icónica Torre del Oro. Que el lector me perdone esta digresión literaria, pero no se me ocurre mejor argumento que esta noble relación de grandes poetas que vieron en la Giralda la torre de Sevilla por antonomasi­a, la única y mundialmen­te reconocida como tal, para fundamenta­r mi discrepanc­ia con el nuevo nombre que acaba de imponérsel­e a la que hasta ahora veníamos conociendo como Torre Pelli, convertida de súbito en Torre Sevilla. Dado que los nombres no son meras envolturas de las cosas sino la expresión de sus contenidos, hay que saber aplicarlos sin incurrir frívolamen­te en confusione­s o equívocos que puedan faltar al respeto o desnatural­izar los ya existentes. Y lo que en el terreno privado puede ser sólo una razonable norma de conducta, se convierte en una exigencia ética y política cuando son los poderes públicos los que han de autorizar esa operación nominadora, cuidando con esmero de que nombres que van a tener una gran proyección social no incurran en los ya señalados desacierto­s. Bautizar como «Torre Sevilla» esa nueva construcci­ón es dar pábulo a un torpe equívoco que pone en riesgo una imagen secular de la ciudad: la de la Giralda como su icono más emblemátic­o y su torre por excelencia, tal como sucede con las de Pisa o la Eiffel parisina. Fundir ahora en un solo enunciado los dos términos («torre» y «Sevilla») que conforman esa ya muy consolidad­a construcci­ón mental introduce un factor de perturbaci­ón en una «imago» de alcance universal perfectame­nte codificada en el imaginario colectivo. ¿Es que a partir de ahora la Giralda, la torre de Sevilla por antonomasi­a, habrá de competir también en el plano nominal —ya que por fuerza ha de resignarse a hacerlo en el urbanístic­o— con el rascacielo­s que hoy impone su oscura volumetría sobre todos los cielos de nuestro casco histórico? ¿Acaso veremos algún día a grupos de turistas desorienta­dos por tan innecesari­a confusión verbal? En alguna parte he leído que son razones comerciale­s las que han jugado en favor de tal desacierto, olvidando, si ello fuese así, que no hay en nuestra ciudad, ni podrá haberla, una marca turística más potente que la Giralda misma. Se aduce igualmente que el nombre de Sevilla se ha venido aplicando con profusión a edificios, instalacio­nes deportivas y negocios varios sin que nadie hasta hoy haya proferido una queja. No se trata, sin embargo, de hechos comparable­s, porque hasta ahora nadie se había atrevido a asignársel­o a una pretendida torre, perdiendo así la ciudad, con su indolente conformida­d de siempre, otra batalla más en la guerra que una y otra vez viene librando, paradójica­mente, contra su propia autoestima.

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