Gracias, don Mariano
Bien está lo que bien acaba: incluso los quince años de paciente espera que Sevilla impone a sus mecenas
LAS cosas, como son. La semana pasada hacíamos en este mismo rinconcito de ABC recuento de las promesas incumplidas en materia de infraestructuras por parte del equipo de gobierno municipal a propósito de la apertura —hoy por hoy imposible— de la Fábrica de Artillería como centro cultural de la ciudad, y hoy hay que felicitar a esos mismos integrantes del consistorio por haber llevado a buen puerto la exposición de la colección Bellver, de la que se viene hablando desde 2003 sin que hasta el jueves pasado pudiera hacerse realidad la donación desinteresada del coleccionista de arte en favor de su ciudad de adopción. Dios ha querido, en su infinita prodigalidad, que el propio donante, don Mariano Bellver, haya contemplado con sus propios ojos la inauguración de la Casa Fabiola consagrada a mostrar una pequeña parte de su abultadísima colección. Mal que bien, Sevilla ha pagado la deuda de gratitud con este prócer que le permite exhibir una muy digna exposición de pintura costumbrista de los siglos XIX y XX con el añadido de algunas piezas suntuarias destacadas. No es el museo Lázaro Galdiano, ni lo pretende ser tampoco, pero lo que procede con la mayor de las humildades es agradecer vivamente al coleccionista su empeño, felicitar a los políticos locales que por fin han conseguido colgar los cuadros para que los disfrute el público y pedir perdón por los tres lustros de idas y venidas, errores y aciertos, cambios y marchas atrás, con que la ciudad ha probado largamente la paciencia de don Mariano.
El reportaje que ayer firmaba en las páginas de Cultura el compañero Jesús Morillo ilustra mejor que estas palabras la tortura psicológica a la que se ha venido enfrentando el señor Bellver todo este tiempo desde que, por primera vez, planteó la posibilidad de que su vasta colección artística se abriera al público. Pero, ¡ah, amigos!, el estilo inconfundible de Sevilla es, precisamente, pagar con desdén a sus hijos más generosos mientras se desvive por mostrar gratitud a quienes la tratan con desdeñosa actitud. No puede interpretarse sino como una cruel broma del destino que la colección que ha tardado quince años en exhibirse cuelgue de las paredes de una casa por la que el Ayuntamiento se dio toda la prisa del mundo en pagar un dineral a una fundación cultural que puso pies en polvorosa en cuanto le faltó el aliento de quienes mantenían vivo el vínculo con la ciudad. Al revés que en el verso lorquiano: ¡Qué blando con las espuelas, qué duro con las espigas!
Bueno, todo eso se puede dar por bien empleado a la luz del resultado final. Es cierto que la estancia se queda pequeña para tantos cuadros como
Sevilla paga con desdén a sus hijos más generosos mientras se desvive por quienes la tratan con desdeñosa actitud
Bellver ha atesorado y que muchos de los lienzos, sobre todo de pequeño formato, lucen abigarrados en las paredes de la casa donde vivió el cardenal Wiseman, pero lo importante era abrir las puertas y mostrar esa sortija engastada que Sevilla se ha encontrado en su joyerito por pura demostración de afecto de su hijo amantísimo.
Lo que Sevilla necesita —y cualquier ciudad que se precie— es que muchos otros próceres se animen a engrandecer la ciudad con sus aportaciones. La mejor lección que los sevillanos podemos sacar de esta historia de la colección Bellver con final feliz es que hay que saber cuidar a los mecenas y mostrarles el afecto necesario que mueva su voluntad en favor de los sevillanos. Quince años —¡hasta superar la noventena!— aguardando una respuesta política a un ofrecimiento es demasiado tiempo incluso para los estándares habituales de la ciudad. Ojalá el próximo donante tenga que esperar menos. Pero ahora lo que toca es decir bien alto: gracias, don Mariano.