ABC (Sevilla)

El toreo es Esperanza

- POR ALBERTO GARCÍA REYES. FOTO: RAÚL DOBLADO

En el platillo con el que los toreros recogen su limosna, ámbar del pecherín de Sevilla, la brisa de un susurro de Rafael Alberti firma la vuelta de la franela: «El pase de muleta / es el arco glorioso / que al fin rinde el acoso / que la muerte sujeta». El arco glorioso. La Esperanza. En Sevilla se sabe que el corazón de la Macarena tiembla por culpa de Joselito el Gallo, que puso en el pecho de su Madre las cinco mariquilla­s por las que respira la Virgen. Y se sabe también que el toreo es la muralla que separa el alma de los huesos. Por eso en la capilla de la plaza hay un azulejo de Rodríguez Buzón. Porque como la Maestranza, ninguna. En sólo dos décimas que llevaban varias décadas ahí esperando labios que las recitaran está escrita la crónica del festival de la Esperanza: «Macarena celestial, / Esperanza de Sevilla, / estrella la que más brilla, / gracia y pena sin igual; / líbrame de todo mal / y haz que logre su ilusión / mi ferviente corazón / que en tu amor tanto confía / y a tus plantas, reina mía, / viene a ofrecer su oración. Tu nombre impulse mi andar / y mis brazos tu donaire; / quiebre mi silueta el aire / sin el peligro rozar; / llegue mi empeño a alcanzar / el triunfo en lucha reñida / y esa gloria conseguida / vendrá a ofrecerla después, / depositada a tus pies / como una rosa encendida». Como una rosa encendida estaba la Virgen mientras Morante y Pepe Luis encauzaban el novillo hacia el arco glorioso. Agua bautismal en los nubarrones. Despa- cito. Roca Rey en el paso fronterizo de la muerte, que es donde Ella tiene su mayor sentido. Manzanares abrazando la estela del toro. Tejera tocando «Cuadrilla de la Esperanza» del hermano Hurtado, hijo de un banderille­ro que se casó con Lolita Valderrama, voz de saeta. Rivera gimiendo el poema de Gerardo Diego a su abuelo: «Antonio Ordóñez, hondo, / manda y cimbrea. / Va y viene el lance jondo. / La luz torea». Y Dávila, el único macareno del cartel —aunque macareno es todo el mundo—, poniéndole su segundo apellido por delante al de la Puebla del Río. La Esperanza torea. Porque Ella era la que llevaba el compás en la plaza el día del Pilar. De Ella depende todo siempre. Con sus manos de bailaora coge el estaquilla­dor del pañuelo y se pasa las sombras por la cintura. Por eso cada vez que el niño novillero cogía la muleta para el estatuario se acordaba de su Hijo, que sólo puede torear esa suerte con sus muñecas amarradas. Y al pasar de largo el burel, la Esperanza dictaba la sentencia que esculpió Joaquín Caro Romero en otro azulejo de la capilla: «Para un torero de raza / que va de la gloria en pos / siempre en la plaza está Dios / porque lo ha visto en la plaza». Siempre en la plaza está Dios con «su sombra de asta de cruz y con la espada de luz», que dijo el poeta que mejor le ha pregonado a La Que Manda en Sevilla, la que saca su pañuelo por la barandilla y cambia los tercios de la ciudad con clarines de la Centuria. Siempre en la plaza está Dios, como una rosa encendida, rezando por los que paran la embestida del tiempo. Porque el tiempo es el que da las peores cornadas. El tiempo sólo pasa una vez. Y esa es la única oportunida­d que tiene el torero de bajarle la mano y templarlo. Lo dijo Alberti, que era del paraíso donde Joselito el de las mariquilla­s exclamó: «Quien no ha visto toros en El Puerto, no sabe lo que es un día de toros». Y quien no ha visto a la Macarena en el Baratillo, no sabe lo que es la Esperanza. Porque el pase de muleta es el arco glorioso que al fin rinde el acoso que la muerte sujeta...

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