ABC (Sevilla)

Estrellas de agua

- POR ALBERTO GARCÍA REYES. FOTO: J. M. SERRANO

Las hojas del otoño ensayan cielos ocres de estrellas en el agua: de noche en el reflejo, de día en los durmientes nenúfares caídos. Los charcos son un cosmos. A veces son espejos que arrugan la mirada. A veces son pedradas que ondean en la savia. Y a veces son barcales, artesas que amontonan la sed de la memoria y hacinan, con la lluvia, los astros escondidos. Los charcos son diluvios de gárgolas de luz, milagros estelífero­s, escuetos recipiente­s de horas detenidas en yedras sin pared, taxodios y petunias hundidos en el aire. Son tiempo en las agujas que cosen las heridas que no son de la carne, las ruinas de la tierra barroca que pisamos, el báratro de náufragos que dejan en sus huellas las llamas de un fracaso, las hondas vibracione­s del eco del silencio, los pájaros que vuelan al fondo de los limos, el grito inmarcesib­le, las uñas de los olmos boyando como arpegios dormidos al azar de tréboles sonoros.

Los charcos de Sevilla que acortan estos días y bordan en las sábanas los rayos tempranero­s son noches acuciantes y anónimos mensajes clavados en cortezas con puntas de navajas heridas sin querer. A veces suena al fondo la brisa de las copas, la bruma del mudéjar, el viento en los pristilos danzando con el tiempo ceñido a su cintura. Se escuchan yeserías al filo de lo inmenso y huele a rosas nuevas con sangre en sus espinas, pasados megalítico­s y tholos funerarios para un asesinato que aún no ha cometido el pétreo almanaque que cuelga de los árboles, prehistori­a con retraso de taulas en el vientre de nuestra arqueologí­a.

Los charcos son los cántaros en los que se constelan los soles de las ramas, las ánforas romanas que guardan las galaxias de los emperadore­s, mosaicos del follaje de selvas de ciudad. Son cubos del paisaje en los que se acumula la broza de la luna y escombros de los guarros que escupen para arriba espesos matorrales podados de sus bronquios. Los charcos son edenes y sucios basureros, celestes firmamento­s en los que las palomas se beben casiopeas y oscuros albañales en los que el hombre vierte su triste narcisismo. Por eso el equinoccio es una tempestad que arrastra los recuerdos y enciende la Esperanza. Los charcos son cristales donde se mira Dios en este tiempo gris sin música en las calles. En ellos está el cielo nadando a la deriva, la estrella de Belén zarpando de este puerto que no tiene destino si no es el Gran Poder. Los charcos son el tiempo en el que me contemplo. A veces paso el tiempo reflexiona­ndo sobre el Tiempo y pierdo el día. Soy como el relojero que cree que es propietari­o, trucando el minutero, del tiempo que le queda. La cábala del pobre se basa en la medida del vaho moribundo, del tiempo terminal, ése que no depende de los sistemas métricos, el que jamás se vende por una cantidad: el infinito, un segundo... El tiempo se derrama por la peor herida del mundo. Ni se pide ni se presta: se gasta. Quien lo ha guardado, pierde. Quien lo ha tirado, gana. Quienes reservan tiempo para ahorrar otra vida son especulado­res que codician el hasta y desprecian el desde, banqueros del mañana. Los charcos son los bancos que cobran el impuesto de la decrepitud. Por eso en esas hojas, luceros moribundos del ciclo de la vida, está la cruz tumbada, el cielo en un estanque, la muerte en una fuente hurgando en cavidades insólitas del luto, cansada de indagar en la cronología del eco de noviembre. En el charco cetrino donde flotan los astros que han mudado los árboles en la noche de otoño, donde el tiempo se abate depresivo en la tierra y se encienden arriba las estrellas del agua, queda sólo una luz pura: Dios en Sevilla.

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