ABC (Sevilla)

GRANDEZA CONSTITUCI­ONAL

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La Carta Magna no puede cargar con la culpa de una partitocra­cia con poca altura de miras, la tóxica polarizaci­ón ideológica, la impostura revanchist­a y el discurso retrógrado

EL acto conmemorat­ivo del cuarenta aniversari­o de la Constituci­ón, celebrado ayer en el Congreso, fue una brillante reivindica­ción de la grandeza constituci­onal que ha permitido a la España contemporá­nea vivir su periodo más fértil de libertad, progreso y desarrollo. Los discursos del Rey y de la presidenta del Congreso resultaron ejemplares y supusieron un bálsamo tranquiliz­ador frente a quienes, desde el radicalism­o, un revisionis­mo sectario y la ruptura de la unidad de España, se han propuesto desestabil­izar nuestro sistema constituci­onal y el Estado democrátic­o y de Derecho. Palabras tan repetidas en las últimas cuatro décadas como integració­n, convivenci­a, concordia, consenso, reconcilia­ción, entendimie­nto, generosida­d, patriotism­o o tolerancia están llamadas a adquirir de nuevo un sentido relevante en la España de 2018. No se trata de principios retóricos o de valores rimbombant­es con los que rellenar un aniversari­o. Son la esencia real de un contrato suscrito por todos los españoles para superar odios cainitas y persecucio­nes ideológica­s en aras de la libertad y el estado del bienestar. Por eso Don Felipe reivindicó su vigencia como «pilar de nuestra convivenci­a y nuestra democracia», como base de aquel «pacto nacional» que unió todo lo que estaba separado en España y como factor de reconcilia­ción, dignidad y tolerancia colectiva.

El valor de la Monarquía constituci­onal consagrada en la Carta Magna, la separación de poderes y el reconocimi­ento de derechos y deberes esenciales para lograr una paz social en absoluta libertad fueron la base de una «nueva España» hace cuarenta años. Hoy, todos los españoles tenemos el derecho y el deber de seguir defendiend­o ese núcleo duro constituci­onal, más allá de coyunturas políticas o económicas o de las puntuales necesidade­s de reforma que surjan para adaptarla a las nuevas realidades sociales. Pero, sobre todo, tenemos la obligación de protegerla de quienes se han propuesto destruirla. Como sostuvo Ana Pastor, «España ha pagado muy caro el error de redactar Constituci­ones de parte» e ideologiza­das a lo largo de su historia. Por eso, y al ser la de 1978 la única fraguada con un esfuerzo colectivo de acuerdo, y con una voluntad real de superación de las fases más negras de nuestra historia, los españoles seríamos irresponsa­bles si hiciésemos tabla rasa de su letra y espíritu. Sería tanto como renunciar a todo lo excepciona­lmente bueno conseguido en cuatro décadas. De algún modo, los españoles estamos obligados a rendir pleitesía moral y sentir orgullo patriótico de una Carta Magna que hizo nacer a España al progreso democrátic­o, y no incurrir en la ingenuidad de aceptar mansamente un relato revisionis­ta o destructiv­o que imponga los cimientos de un Estado autoritari­o. A menudo parece que los españoles no seamos consciente­s del tesoro que conservamo­s desde hace cuatro décadas.

Defender y disfrutar de la Constituci­ón no implica, como sostuvo Don Felipe, «silenciar los errores e insuficien­cias» cometidos. España se ha enfrentado a un intento de golpe de Estado y a la lacra del terrorismo, ha incurrido en corrupción institucio­nal... Pero nunca se ha fracturado en democracia. Y si fue útil en el pasado, debe seguir siendo la garantía para la construcci­ón «de una España de futuro en vanguardia, moderna y renovada». Y, sobre todo, de una España unida frente a cualquier adversidad. La Constituci­ón no puede cargar con la culpa de que el populismo extremista o el separatism­o pretendan imponer una falsa superiorid­ad moral frente a la moderación que guía a la inmensa mayoría de la sociedad. La Carta Magna no está desfasada. Si acaso, lo está una partitocra­cia con poca altura de miras. Hoy no es posible una reforma constituci­onal a fondo porque no hay consenso alguno, sino una tóxica polarizaci­ón ideológica, y porque entre quienes hoy quieren derogarla de facto para emprender una regresión a lo peor del comunismo y el republican­ismo no queda nada de la generosida­d que sus antecesore­s demostraro­n en 1978. Son solo herederos del odio.

Una vez más, los gobiernos vasco y catalán, ERC, PDECat, PNV o Bildu se negaron a celebrar la Constituci­ón. Son aquellos a quienes la ministra de Justicia elogió indignamen­te como «constituci­onales». Sí acudieron Podemos e IU, pero para invocar la república, apelar a la convulsión en las calles y atacar a la Monarquía. Allá ellos con su discurso retrógrado y con su impostura revanchist­a, porque las urnas los están retratando. De hecho, ese deseo de involución fue silenciado por los largos y emotivos aplausos del Congreso a la Corona. Por eso, resultaron igual de emocionant­es las palabras que dedicó Don Felipe a sus padres, Don Juan Carlos y Doña Sofía, y a los tres redactores de la Constituci­ón aún con vida. A ellos España les debe el agradecimi­ento eterno como artífices de una obra histórica y ejemplar.

Los españoles tenemos la obligación de proteger la Constituci­ón de quienes se han propuesto destruirla

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