La violencia no construye nada
Desde el inicio de sus protestas, el movimiento de los chalecos amarillos no ha dejado de radicalizarse y emborronarse. Estamos ante la expresión de un malestar profundo que no se ciñe a la cuestión de las tasas sobre los carburantes. Se trata de un movimiento anárquico, con muchos elementos contradictorios y sin un liderazgo claro. En realidad, ha sido la cólera vertida sobre las calles y el color de sus chalecos lo único que da forma a este magma que aglutina a camioneros, estudiantes, funcionarios y agricultores.
Nuestras democracias están en crisis por una pérdida de representatividad de los grandes partidos y por el desgaste del sustrato ético y cultural que las cimentaba. El miedo a la globalización, a los inmigrantes y a la pérdida de nuestra identidad (¡cuando llevamos decenios erosionándola nosotros mismos!) conduce a reacciones de gran volatilidad que en Francia derivan con sorprendente rapidez hacia las barricadas.
Es muy probable que la aceptación general de las primeras protestas por parte de la sociedad francesa se transforme pronto en rechazo, en la medida en que la violencia se desboque todavía más. La alerta ante la manifestación de hoy en París no parece exagerada, puesto que ya son cuatro los muertos relacionados con una violencia que no puede justificarse con los problemas, por reales que sean, ni con las torpezas de políticos y gestores públicos.
El Estado de Derecho tiene que proteger a las personas y a los bienes que se están viendo literalmente arrastrados por una indignación que puede tener razones, pero que es, en su conjunto, una sinrazón. Y toda la sociedad, con sus líderes al frente, debe afrontar sus fracturas internas, su escasa cohesión cultural y el inquietante divorcio de algunos sectores con las instituciones.