ABC (Sevilla)

José Luis Jiménez, «Bobote» Tres mil revolucion­es por minuto

Quiso el destino regalarle a sus manos la sensibilid­ad del artista para que con sus palmas hiciera seda

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En su casa viven dos tribus cíngaras. Compra diariament­e un saco de pan para el abasto de su gentío. Es el bisabuelo de varón más joven de España. Y por sus arterias raciales corre sangre gitana desde que los faraones se rindieron a sus bailes. Habla japonés mejor que el español. Ni un día de los que pasó por Japón se quedó sin comer fideos. Lo entendían divinament­e. Algo le pasó con la lengua de los payos que, como el tráfico en hora punta, se atasca en las calles de su poderosa expresivid­ad. Vive lejos de los casoplones con jardines con jacarandas de los artistas de su poderío. Y es uno de los emblemas flamencos de las Tres Mil Viviendas, esas cuevas sacromonti­nas de ladrillos de la Sevilla marginal, con más verdad que turismo. De pequeño aprendió las letras del ingenio sin tizas ni pizarras: en las chabolas de Chapina. Le llaman Bobote porque en la calle, para ganarse el jurdó de la guerrilla urbana contra el hambre, bailaba pegando unos botes de ala pivot. Luego pasaba el platillo para el perol de berzas.

Se ganaba la calle con un compañero del alma: El Eléctrico, llamado así porque bailaba como si le dieran calambrazo­s los ángeles de su arte. Y de la calle pasaron a las fiestas. Y de las fiestas a los escenarios. Para que Bobote, además de aliñarse la postura con su paladar por bulerías y tangos, nos enseñara que sus manos son mágicas. Unos necesitan baquetas y pellejo de chivo para hacer sonar el tambor. A Bobote le sobran sus manos para percutir y es al palmeo lo que Jerry González fue para los tambores. Ringo era a su vera un tocalatas. Alberto García Reyes, que le guarda ley, te cuenta que, con Bobote tocándote las palmas es imposible salirte de compás. Es el mejor guardaespa­ldas del que quiera sentirse rey sobre un escenario.

Le encantan las gorras deportivas. Las colecciona como otros colecciona­n sellos o mariposas con el alma atravesada por un alfiler. Cuando sale a la calle se viste como un sospechoso de CSI habitual de la pequeña Habana: gorra de béisbol, coleta de productor televisivo miamero y camisas en technicolo­r, como las que usaba Alberti.

En Nueva York, las tres mil revolucion­es por minuto que pone en marcha su ingenio, tangó a los perros lobos de la aduana pasando un adoquín marroquí envuelto en jamón. Y el día que presentó en el hotel Triana la bienal de flamenco donde lo eligieron para que llevara las figuras por descubrir de Las Vegas, cayó que tenía una cita con los juzgados. Le había endiñado a un payo más malaje que un yogur blanco por un accidente de coche. Y después le dio un espoliniqu­i a un municipal que reclamaba orden y paz. «Bobote ve para el juzgado que te van a declarar en búsqueda y captura», le dijo un buen amigo. Bobote le contestó: «Para estas cosas es mejor llegar un poquito tarde». Alguien se preocupó y le dijo: «¿Tú tienes antecedent­es?» Y el Torombo, uno de sus fieles admiradore­s, contestó por él: «No los tiene porque no quiere…» Quiso el destino regalarle a sus manos la sensibilid­ad del artista para que con sus palmas hiciera de la piedra, seda y dibujara alegrías, chillara, soñara, amara o se doliera según el palo que mandara en el tablao. Agarrados del compás de sus manos viajaron por los espacios siderales desde Manuela Vargas a Farruco, desde Rafael El Negro a la Yerbabuena, desde Antonio Canales a Israel Galván. Y así, por ese don, se hizo el rey pisando alfombras rojas de teatros tan renombrado­s como el Carnegie hall, el Lincoln Center o la ópera de Sidney. Igual que Elcano le dio la vuelta al mundo. Y eso que la geografía no es su fuerte. Una vez, Pulpón, lo mandó a un festival a Huelva para que acompañara a Farruco. Y Bobote no sabía cómo llegar. El productor le dijo: Bobote, fíjate en las señales donde pongan HU. Y el gitano se encajó en Huévar invirtiend­o una mañana en saber dónde cantaba Farruco. Ante un auditorio variopinto, empujado por el orgullo de su RH egipcio, glosó las fatiguitas de los suyos: «Los gitanos hemos cogido algodón, naranjas y aceitunas» y uno del público le respondió: «sí, pero de noche siempre». Y otra vez se empeñó en demostrar que el triatlón lo inventaron los de las 3000 «porque vamos andando a Piscinas Sevilla, nos damos un bañito y regresamos en bicicleta». Me gustaría contarle cómo quiso pagar en un bar sevillano con cincuenta francos suizos con un agujero en medio. Pero no hay cristal en el mundo para hacerle un reloj con tantas horas imperecede­ras. Sólo les cuento que se justificó colocándos­e el billete en un ojo y diciendo: yo es que miro mucho por el dinero… Hay días que las gradas de la Catedral lo echan muchísimo de menos.

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