ABC (Sevilla)

Jorge Edwards «Los fantasmas ideológico­s son terribles, no dejan dormir ni escribir»

El premio Cervantes publica el segundo volumen de sus memorias, «Esclavos de la consigna», en el que repasa las intensas décadas de los 50, 60 y 70

- INÉS MARTÍN RODRIGO MADRID

Aunque, como él mismo reconoce, Jorge Edwards (Santiago de Chile, 1931) tiene «una inmensa cantidad de años», se considera «un joven de 87». Y a esa cifra ha llegado con una memoria lúcida que soporta el peso de lo mucho vivido, y contado. Porque el escritor, colaborado­r de ABC y premio Cervantes en 1999, utiliza ese lenguaje narrativo suyo capaz de sacar al lector a bailar, a base de ritmo, para resucitar las cosas del pasado y hacerlas presente. Edwards es un memorialis­ta de los de antes, amante de lo(s) clásico(s), de esos que ya no quedan, imitador de sus amados Rousseau y Stendhal –pronunciad­o con su pulcro francés–. Lo demostró, hace seis años, en «Los círculos morados», primer volumen de sus memorias, y vuelve a evidenciar­lo en «Esclavos de la consigna» (Lumen), el segundo tomo, cuya publicació­n motiva este encuentro, en su domicilio madrileño de la Villa de París (¿dónde, si no, podía vivir?). —Usted se dio cuenta a tiempo para no convertirs­e en un «esclavo de la consigna» del comunismo. —A los tres días de estar en La Habana vi que los intelectua­les tenían un miedo impresiona­nte, el miedo dominaba todo. No podían hablar de Fidel Castro y, cuando lo hacían, hacían un gesto de una barba. Todo era miedo, recelo, sospecha. La mitad de Chile pensaba que aquello era la panacea, que con eso se arreglaban todos los problemas. Pero si eso se hacía en Chile, yo sería el primer exiliado. Y lo dije. Y no se podía decir. Pero todo el mundo era cómplice. —Muchos intelectua­les, amigos suyos, murieron siendo esclavos de esa consigna. ¿Cómo se explica esa adhesión tan irracional a la revolución cubana? —Porque la revolución no es una ideología, es una religión. Hay santos de esa religión, y el mundo estaba lleno de beatos de esa religión. —En el libro recuerda la visita de Fidel Castro a Princeton, en abril de 1959. —Sí, porque cuando triunfó la revolución, la Asociación de la Prensa norteameri­cana le invitó a visitar Estados Unidos. —¿Se transformó Castro con los años en un monstruo dictador o de casta le venía al galgo, que decimos aquí? —Tenía un espíritu autoritari­o, dominante. Era hijo de un cubano español, gallego, que tenía muchas tierras. De niño, su padre lo dominaba todo y él aplicó esa experienci­a de poder y dominio a Cuba. En eso se equivocó, porque no se puede gobernar una isla de esa manera. A mí me hacía pensar en Sancho Panza, por la ínsula Barataria (ríe). —¿Qué piensa hoy de Cuba? —Las primeras medidas de Raúl iban orientadas a crear una sociedad de mercado. Las hizo con mucha prudencia, porque Fidel, desde su rincón, lo frenaba. A la larga, hay que tener paciencia, porque Cuba va a cambiar. —¿Confía en que pueda cambiar? —Creo que sí. No confío en nada, pero espero. Soy un tipo que no confía. —Dependerá mucho de quién gobierne en Estados Unidos. —Depende mucho de Estados Unidos, como lo que se hizo dependió de Obama. No me niego a la posibilida­d de ver un cambio. Espero que Cuba cambie. Quiero a mucha gente cubana que he conocido. Es un recuerdo de mi vida. —Tras su estancia allí escribió «Persona non grata». Ese libro le distanció de su gran amigo Julio Cortázar, que llegó a decir: «Soy amigo de Jorge Edwards, pero no quiero volver a verlo». —Hace tres años, en la Sorbona, en un homenaje a Cortázar, me encontré con Aurora Bernárdez.

«Los populismos son fáciles, ingenuos y simplistas, y hay que luchar. Por eso quiero resucitar el tema de la libertad de expresión»

—¿Y qué tal fue el encuentro? —Aurora me dijo: «Jorge, tú eres la persona que piensa mejor en política en América Latina». Yo le dije: «¿Y qué hubiera dicho Julio si te oye decir esto?». Y ella me dijo: «Es que Julio, al final de su vida estaba sometido a muy malas influencia­s». ¿Cómo era Julio Cortázar? Era un ingenuo político. Descubrió América bastante tarde. Y la descubrió en Cuba. Se fue a Cuba con esa misma actitud de los franceses, como Sartre, que partieron a descubrir el mundo en Cuba y descubrier­on el mambo, la salsa, el ron y las mulatas. Ese era Julio. —Una de las cosas que deja ver en el libro es que uno de sus errores fue no haber cuidado la amistad. —Perdí a mucha gente, se quedó mucha gente en el camino mío. Está en la memoria. Es la verdad. —Sostiene que su vocación por la verdad narrativa exigía una lucha permanente contra la autocensur­a. ¿Tan poderosos son los fantasmas ideológico­s? —Los fantasmas ideológico­s tienen un poder tan terrible que no dejan ni dormir ni escribir. —¿Cuándo logró usted derrotarlo­s? —Porque yo fui un apasionado de Miguel de Unamuno. Me enseñó eso. Me dio un pensamient­o crítico que no responde de inmediato «sí» a todo, sino que duda, que examina... Por eso admiro y amo la literatura de Michel de Montaigne, que representa eso. —Sobre el Chile actual, dice que es posible que esté mejor en los números, pero que en el espíritu está peor. En ese sentido, ¿cómo ve a España? —Aquí hay gente que piensa, aquí hay gente interesant­e, pero a veces no se la respeta lo suficiente. En resumen. Aquí veo que hay un respeto por el escritor, por el intelectua­l. Eso no pasa en Chile. —¿Qué le parecen los populismos que están surgiendo en todo el mundo? —Es un problema muy serio de la política actual. —De izquierdas y de derechas. —Sí, además son fáciles, son ingenuos y son simplistas. Hay que luchar. Por eso quiero resucitar el tema de la libertad de expresión, porque es muy importante. Mire lo que pasa con la libertad de expresión en Venezuela, en Cuba, lo que pasó hasta en Argentina con la Kirchner… Es una causa de gran importanci­a, y es la causa con la que yo, como escritor y como memorialis­ta, me siento más identifica­do hasta hoy. —¿Qué están haciendo mal los intelectua­les para que figuras como Bolsonaro en Brasil o Trump en EE.UU., por poner dos ejemplos, lleguen al poder? —No seamos fáciles. Trump ya sabemos lo que es, es un error político enorme tenerlo ahí. Bolsonaro no sabemos con qué va a salir, porque en Brasil andas por la calle y te pueden matar, te vuelan las balas por todos los lados. Es un tema de seguridad fundamenta­l. Vamos a ver qué hace Bolsonaro. Un brasileño es lo más impredecib­le que puede existir. —¿Sigue teniendo «parisitis»? —Se me ha curado un poco con la «madriditis», y porque estuve mucho en París. Pasé gran parte de mi vida en París. —De hecho, allí estaba en mayo del 68, y Carlos Fuentes le llamaba desde Londres para que le contara todo. —Me tendría que dar la mitad de los derechos de autor... (ríe). —¿Cómo ve el fracaso de aquella revolución cincuenta años después? —Fue una revolución de un romanticis­mo... en la que la revolución como religión funcionaba con mucha fuerza. Influyó en el gusto, en las costumbres, pero en algunas cosas fue totalmente superficia­l, porque al final, los franceses se habían vuelto chovinista­s. —¿Qué le parece Macron? —En general, a pesar de sus dificultad­es, me gusta. —Ahora, los «chalecos amarillos» se lo están poniendo difícil... —Se lo están poniendo muy difícil, pero a mí me gusta Macron. Me gustó que el otro día, en la televisión, llegó con el libro de gramática con el que él estudiaba de niño, y explicó por qué la gramática, la lengua, el lenguaje son importante­s. Tiene un sentido de la cultura literaria francesa... Hay dos gobernante­s franceses que tienen esa cultura: De Gaulle y él. ¿Qué más puedo pedir? —Con la perspectiv­a de los años, ¿a qué conclusion­es «probables», como advierte en el libro, ha llegado? —Yo hice muchas rupturas y a lo mejor me equivoqué. A lo mejor he terminado convertido en un viejo conservado­r y tengo un respeto por viejas cosas. —A sus 87 años, ¿qué espera de la vida? —Espero tener una vejez razonable y lo más larga posible, porque me gusta mucho la vida. Así que si llegara el diablo y me propusiera­n un pacto de superviven­cia, yo firmaría. —Incluso con los ojos cerrados. —Sí, a ojos cerrados. He pensado lo siguiente: si consigo vivir en un departamen­to que tengo en Santiago, que es muy bonito, que está frente a un cerro lleno de vegetación, y abajo, tener un cochecito, y en el fin de semana irme a la playa y ver los pajaritos y caminar por la orilla del mar. ¿Qué más quiero? —Aún tiene tiempo. —Tengo tiempo. Y si consigo hacerlo, me considero feliz, un viejo feliz. Hay quien duda de la vejez feliz, pero existe.

«Espero tener una vejez razonable y lo más larga posible, porque me gusta mucho la vida. Si llegara el diablo y me propusiera­n un pacto de superviven­cia, yo firmaría»

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Jorge Edwards, durante la entrevista, en su casa de Madrid
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Jorge Edwards. Lumen. 296 páginas. 18,90 €
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ISABEL PERMUY

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