A la caza de los cazadores
Con gran puntería a la hora de tocar las narices al personal, el sanchismo se viste de animalista con la «ministra terremoto» a la cabeza
Del presunto «Gobierno bonito y lleno de expertos», que nos anunció la prensa afín a Sánchez, apenas queda la carcajada que inspira solo mencionarlo. Poco a poco, unos y otras se van sumando a la voladura de un gabinete al que guía su inextinguible querencia al patinazo, ya sea fiscal (Huerta, Duque o Calviño), registral (Celaá), plagiario (Sánchez), exhumatorio (Calvo), bursátil (Borrell) o multirreincidente, terreno en el que Dolores Delgado tiene una multipropiedad a medias con Garzón y el excomisario Villarejo. Le sigue de cerca Teresa Ribera, ministra para la Transición Ecológica, que no contenta con hundir la automoción a diésel con sus vaticinios a treinta años vista, ahora le ha dado por arremeter, con deseo de prohibición, contra la caza y los toros, porque ella prefiere «los animales vivos»... A no ser que sean peces, que de la pesca no dijo ni pío.
A la caza de los votos del Pacma y del resto de los animalistas, al PSOE de Sánchez le puede salir cara tanta demagogia lechuguina si tenemos en cuenta que en España hay 850.000 cazadores con licencia que se pensarán muy mucho apoyar a un partido guiado por ese espíritu prohibicionista de una actividad que, además, genera el 0,3 del PIB nacional (más de 5.000 millones todos los años), da empleo a decenas de miles de personas y supone un vector de conservación activa del medioambiente, con casi 49 millones de hectáreas de aprovechamiento cinegético (el 87% de España) distribuidas en más de 32.000 cotos en todo el país. Tan oceánico desconocimiento es admisible en el típico animalista zolocotroco entregado a la causa, pero no el custodio administrativo de ese tesoro natural, puesto al que ha ido a parar Ribera.
Este batallón no entrará hoy en la enfermiza persecución a la tauromaquia, que eso merece un cuadernillo entero, pero España sufre un ataque severo de animalismo, según el cual un sector de la población se ha empeñado en «humanizar» a los animales más allá de la lógica y necesaria protección que las leyes les conceden. Y Ribera es un ejemplo prototípico del animalista ibérico convencido de que es moralmente «súper guay», más animalista que los propios animales, que se liquidan entre ellos sin tantos remilgos como algunos humanos intuyen.
Esta semana conocimos de cerca ese animalismo administrativo plasmado en ley de protección animal en La Rioja, donde se propone una castración universal de las mascotas (curiosa forma de defender los «derechos» de los animales) y se hace obligatoria la autopsia a todo perro o gato doméstico que muera. Entre una cosa y otra se frotan las manos los veterinarios riojanos, que ya deben andar invitando a gambas en la calle Laurel. Quizá esa preocupación por los animales de los progres riojanos y de Teresa Ribera tenga por objetivo agitar conciencias. A la ministra, por ejemplo, eso de agitar se le da de miedo desde que, como alto cargo del zapaterismo, firmó la declaración de impacto ambiental que autorizó la plataforma Castor (un almacén de gas frente a la costa de Vinaroz) que tuvo un impacto real de mil terremotos, ¡mil!, y hubo de ser liquidada. Ninguna sospecha de uno solo de los mil constaba en el informe. Al final, pagan los españoles, a los que aquella firma les va a terminar costando 1.300 millones en indemnizaciones más intereses, pagaderos hasta 2030 en la factura de la luz. Una animalada de dinero.
Teresa Ribera La ministra prefiere «los animales vivos»