ABC (Sevilla)

La serena de la Virgen

- POR ALBERTO GARCÍA REYES. FOTO: ARJONA

Ala vuelta de la esquina, donde el perol de las Goyguru suplantaba al redondel del Baratillo en sus tardes volcánicas, ha estado siempre la llave del Postigo. Las guarda Ángela, nombre de santidad sevillana, que va cada tarde al recoveco de su Madre a comprobar que está todo puesto. Una evidencia antes de la Salve: la ciudad verdadera está en cuchitrile­s. Los calentitos, la Virgen Pura... Sevilla entera cabe en el hueco de un relojero porque aquí la infinitud nunca se ha salido de una losa. La Pura y Limpia, que no tiene límites, vive en un rincón de paso, tras una reja que rondan sus devotos en el Arco del Arenal, de forma minúscula, silenciosa, auténtica. Su gente la cuida de reojo, santiguánd­ose casi sin mirarla. Rogelio Trifón, el maestro Burgos, que es su autor literario, Isidro el de la Moneda, Hermosilla el de la Ibense, el homo hispalensi­s por antonomasi­a que es un abogado alemán desembocan­do en Sanlúcar, el hijo de Curro Vélez... Sus vecinos. Ellos saben mejor que nadie que Sevilla es una tierra sin mácula que probableme­nte está resumida en ese tabuco del Aceite que hace que esa Niña sea Virgen extra. Y saben también que Ángela tiene las llaves de algo mucho más grande que un cuartito de cabales. Lo que abre la calentera es la historia de la ciudad, los celestes barrocos arrabalero­s de los antiguos mendigos de Murillo, el dogma concepcion­ista que se custodia en una caja fuerte. Las llaves de Ángela abren los aposentos de la Inmaculada de Sevilla.

Por eso en la madrugada de las tunas, cuando los mozos de la ciudad rondan a sus amadas con los clavelitos de los labios, en el Arco del Postigo se entona una Salve. Las luces artificial­es intentan adelantar el al- manaque en las avenidas anónimas para que la marabunta celebre la Pascua de la Natividad. Y esa vorágine frenética sólo se apacigua con los susurros de Almirantaz­go. Más despacito, por favor. Primero viene la concepción límpida. Sine labe. La hora en que María engendró al Hijo sin mancha. La veneración pura y limpia de la Sevilla mariana a la Virgen. Que está por todas partes. En el otro Arco, en la calle Pureza, en la Trinidad, en la O, en San Roque y en la calle Correduría ejerciendo de Divina Enfermera. Porque en unos días la Madre sin pecado concebida será nuestra Esperanza. Por eso todavía hay que esperar, aún tenemos que manteneros expectante­s al amor de María y pedirle las llaves del tiempo sevillano a la calentera, que ya no fríe masa en el Aceite del Postigo, pero siempre será, con su bata blanca salpicada de lágrimas de sartén, la guardiana madrugador­a de la Pura y Limpia. Su serena. La única que ha estado allí todos los días de su vida al rayar el alba para rondarla a oscuras, antes de despuntar la mañana, durante las noches sin Salve, a esas horas en las que el cristal de su puerta es un espejo carcelero. Porque quien va a ver a la Pura y Limpia a esas deshoras se ve a sí mismo tras sus barrotes en el vidrio empañado. A esas tantísimas sin reloj, no se aprecia el retablo, ni las flores que siempre ha puesto alguien por alguna razón a sus pies. En la víspera noctívaga de la Inmaculada, cuando toda la ciudad deambula tras el vaho de la bulla en busca de la fiesta que pintaron todos los grandes pintores de esta tierra, siempre de color azul y gravitando sobre media luna, el chiribitil del Postigo hace sonar sus bisagras a la medianoche en punto y un puñado de sevillanos puros y limpios entona la copla que todas las noches de soledad le canta a la Virgen su serena, la que tiene las llaves de las entrañas inmaculada­s de Sevilla: Dios te salve, reina y madre de misericord­ia...

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