Cataluña, voto de silencio
«Todo es bueno para el convento», dijo el abad de Montserrat según entraba Quim Torra, que desde anoche y hasta mañana se aloja en el pequeño Tíbet del separatismo catalán para ayunar y pervertir a domicilio, en suelo sagrado, la penitencia interior que para los cristianos representa la privación voluntaria de alimento, aquí concebida y tolerada como mero ejercicio de propaganda política. Fuera del monasterio que dirige el Dalai Lama del independentismo, el ayuno es un ejercicio que –dice el Catecismo– contribuye a «una reorientación radical de toda la vida, un retorno, una conversión a Dios con todo nuestro corazón, una ruptura con el pecado, una aversión del mal, con repugnancia hacia las malas acciones que hemos cometido». Es tanta la repugnancia que Torra siente hacia su obra que antes de meterse a monje dejó las llaves de Cataluña a los CDR y, como toda autoridad, el mando de la tele a los Mossos, para que vieran el partido del Bernabéu y se distrajeran un rato. Se le ve arrepentido.
La vía dolorosa da paso a la vía eslovena en la secta de Torra, orden del desorden. La policía política del independentismo abre y cierra las autopistas para marcar territorio. No hay otro poder en una Cataluña cuya capital es hoy Waterloo y de la que Joaquim Torra, con la venia del abad de Montserrat y con los Mossos metidos en cintura, se quita de en medio durante dos días para que su república se haga efectiva por la vía de los hechos, los golpes y las capuchas. «Apretad, hacéis bien en apretar», dice Torra a quienes desde este pasado fin de semana representan aquella democracia que el separatismo quiso anteponer a la ley y que el Gobierno de Sánchez acepta y normaliza. Está todo en su sitio.