ABC (Sevilla)

Cuando un partido ya instalado (como es Podemos) se apoya en las «políticas de identidad», está anticipand­o su fracaso

ALERTA ANTIFASCIS­TA

- JUAN MANUEL DE PRADA

SUPE que Vox había venido para quedarse cuando Pablo Iglesias compareció ante los medios y lanzó una «alerta antifascis­ta», exhortando al «movimiento feminista», a las «plataforma­s de afectados por la hipoteca», a las «organizaci­ones estudianti­les» o a los «colectivos LGTBi» para que se movilizase­n.

Pablo Iglesias estaba aplicando la receta que Ernest Laclau y Chantal Mouffe proponen en Hegemonía y estrategia socialista: hacia una radicaliza­ción de la democracia. En este libro, Laclau y Mouffe impugnan todas las vías democrátic­as del socialismo, desde Habermas a Alain Touraine, pasando por Giddens; y –consideran­do que la clase trabajador­a es un cachivache obsoleto– se dedican a espigar nuevos sujetos con potencial revolucion­ario, desde los movimiento­s feministas hasta las minorías étnicas o sexuales, que puedan ser «rearticula­das» para suscitar «antagonism­os» en la sociedad. Dicho en román paladino, Laclau y Mouffe postulan que se azuce a todas estas minorías en «la hostilidad común hacia algo o hacia alguien» al que puedan culpar de su insatisfac­ción, suscitando en ellas el odio y la violencia vandálica. A nadie que no sea imbécil se le escapa que Vox ninguna culpa tiene de los desahucios o de la racanería de las pensiones, de la degradació­n de la Universida­d o de las violacione­s en manada; pero Pablo Iglesias entendió aquella noche (en una clara decisión perdedora) que podría aplicar contra Vox el mismo mecanismo que en otro tiempo aplicó muy exitosamen­te, canalizand­o resentimie­ntos y frustracio­nes contra los bancos o contra la «casta».

Pero cuando Podemos triunfó con esta estrategia era un partido emergente; y eligió como diana de sus ataques instancias que eran percibidas como enemigas por amplias capas sociales. Ahora Pablo Iglesias ya sólo apela, cayendo en lo que Daniel Bernabé denomina «la trampa de la diversidad», a los movimiento­s asociados a las «políticas de la identidad». Y la apelación a estos movimiento­s es el preámbulo de la derrota, como nos enseña Eric Hobsbawn, analizando la victoria de Margaret Thatcher (y como nos enseña también la derrota de las izquierdas en Andalucía, justo en el año de la sedicente «revolución feminista»). En efecto, las «políticas de la identidad» –explica Hobsbawn– siempre enajenan las simpatías del resto de la sociedad, que percibe esas reivindica­ciones como una exigencia de privilegio­s por parte de determinad­as minorías (así, por ejemplo, el feminismo de tercera ola enajena automática­mente las simpatías de casi todos los hombres, pero también de multitud de mujeres). Los efectos letales de esta «trampa de la diversidad» los apreciamos en Estados Unidos, donde una mayoría de mujeres blancas votó a Trump; y también en Europa, donde cada vez más homosexual­es votan a las nuevas derechas, porque se sienten amenazados por las políticas islamófila­s de la izquierda. El método Laclau tal vez funcione cuando un partido emergente logra encontrar un enemigo que actúe como aglutinant­e o agregador social; pero Hobsbawn nos enseña que, cuando un partido ya instalado (o más bien declinante, como es el caso de Podemos) se apoya en las «políticas de identidad», está anticipand­o su fracaso.

Las «alertas antifascis­tas» sólo servirán para que Vox amplíe su respaldo en las urnas, que será apoteósico en las próximas elecciones europeas. Y también para que la izquierda entrampada en la diversidad languidezc­a, como está languideci­endo en toda Europa, mientras los trabajador­es despreciad­os se dedican a votar a las nuevas derechas. Así ocurrirá también en España, a poco que Vox acuñe un discurso social atractivo; y la estrategia perdedora de Podemos no hará sino acelerar este proceso.

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