ABC (Sevilla)

LA VENGANZA DE LOS PALURDOS

- GABRIEL ALBIAC

EN la que es para mí la más amarga de las novelas que cierran el siglo XX –también, quizá, la más grande–, Desgracia, J. M. Coetzee narra el callejón sin salida de las sociedades que gangrenó el colonialis­mo. Quede clara –para evitar malentendi­dos– la biografía del autor. Afrikaner de origen holandés y militante anti apartheid, Coetzee asiste estupefact­o al caos que se tragó a Sudáfrica tras el breve paréntesis de Mandela. Y se exilia en Australia de una sociedad que ve ya inhabitabl­e: la del odio que suelda el identitari­smo. En 1999, Desgracia fija el retrato glacial de un país donde rencor y culpa tejen continuos actos oblatorios. Víctimas y verdugos intercambi­an sus funciones. Sin otro desenlace que el abismo. En la mirada de los ayer esclavos negros, el blanco sólo puede ser visto como esclavo. En la mirada del amo blanco de ayer, la crueldad se inviste en masoquismo.

A propósito de la guerra campal que opone en Francia fuerzas del orden y chalecos amarillos, Alain Finkielkra­ut propone recurrir a una categoría de Christophe Guilluy, en todo paralela a aquellas descripcio­nes de Coetzee: «La guerra de las miradas» que se juega en los que fueron barrios obreros y hoy son territorio musulmán exento a las leyes de la República: «Los pequeños delincuent­es buscaron siempre marcar su territorio imponiéndo­le al ajeno que bajase la mirada. Es algo que se ha desarrolla­do y complejifi­cado con el aumento de la delincuenc­ia y la emergencia del multicultu­ralismo. El envite de esta guerra de las miradas no es anodino: se trata de determinar quién domina y quién es dominado… En un contexto multicultu­ral, esta cuestión se hace más sensible en la medida en que el vuelco demográfic­o invierte el orden del dominio».

Medio siglo después, los «chalecos amarillos» cierran el ciclo abierto en Francia por el 68. Y lo entierran. Los «hijos de mayo» eran los herederos de una burguesía en la cima de sus ensoñacion­es ilustradas. Y eran el lujo mayor de la República que profetiza Condorcet en 1789: la nueva «aristocrac­ia de la inteligenc­ia», formada en los templos laicos que debían llegar a ser las Universida­des. El 68 nace en la élite de esos «templos». E, incluso en sus derrotas, sus actores no dejaron nunca de ser una aristocrac­ia. Republican­a, por supuesto.

En el poder ahora, los hijos del 68 quedan atónitos ante esta banda de patanes que han tomado la calle contra ellos. No hay, en los «chalecos amarillos», ni rastro de «izquierdas» o «derechas». En el límite, no hay rastro de política. Ni siquiera discurso: hablar bien es un lujo, que no todos pueden pagarse. Los «chalecos» son la Francia popular, rural y muda. Todo refinamien­to intelectua­l se estrella contra esos ploucs, esos «palurdos», que se ríen de los bizantinis­mos ecológico-humanitari­os del París dorado y que quieren sólo poder usar sus coches sin tener que ayunar a fin de mes. Son los menos que nada. Y eso los hace tan imprevisib­les. Tan peligrosos, también, para los sabios estetas que nosotros fuimos.

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