LA VENGANZA DE LOS PALURDOS
EN la que es para mí la más amarga de las novelas que cierran el siglo XX –también, quizá, la más grande–, Desgracia, J. M. Coetzee narra el callejón sin salida de las sociedades que gangrenó el colonialismo. Quede clara –para evitar malentendidos– la biografía del autor. Afrikaner de origen holandés y militante anti apartheid, Coetzee asiste estupefacto al caos que se tragó a Sudáfrica tras el breve paréntesis de Mandela. Y se exilia en Australia de una sociedad que ve ya inhabitable: la del odio que suelda el identitarismo. En 1999, Desgracia fija el retrato glacial de un país donde rencor y culpa tejen continuos actos oblatorios. Víctimas y verdugos intercambian sus funciones. Sin otro desenlace que el abismo. En la mirada de los ayer esclavos negros, el blanco sólo puede ser visto como esclavo. En la mirada del amo blanco de ayer, la crueldad se inviste en masoquismo.
A propósito de la guerra campal que opone en Francia fuerzas del orden y chalecos amarillos, Alain Finkielkraut propone recurrir a una categoría de Christophe Guilluy, en todo paralela a aquellas descripciones de Coetzee: «La guerra de las miradas» que se juega en los que fueron barrios obreros y hoy son territorio musulmán exento a las leyes de la República: «Los pequeños delincuentes buscaron siempre marcar su territorio imponiéndole al ajeno que bajase la mirada. Es algo que se ha desarrollado y complejificado con el aumento de la delincuencia y la emergencia del multiculturalismo. El envite de esta guerra de las miradas no es anodino: se trata de determinar quién domina y quién es dominado… En un contexto multicultural, esta cuestión se hace más sensible en la medida en que el vuelco demográfico invierte el orden del dominio».
Medio siglo después, los «chalecos amarillos» cierran el ciclo abierto en Francia por el 68. Y lo entierran. Los «hijos de mayo» eran los herederos de una burguesía en la cima de sus ensoñaciones ilustradas. Y eran el lujo mayor de la República que profetiza Condorcet en 1789: la nueva «aristocracia de la inteligencia», formada en los templos laicos que debían llegar a ser las Universidades. El 68 nace en la élite de esos «templos». E, incluso en sus derrotas, sus actores no dejaron nunca de ser una aristocracia. Republicana, por supuesto.
En el poder ahora, los hijos del 68 quedan atónitos ante esta banda de patanes que han tomado la calle contra ellos. No hay, en los «chalecos amarillos», ni rastro de «izquierdas» o «derechas». En el límite, no hay rastro de política. Ni siquiera discurso: hablar bien es un lujo, que no todos pueden pagarse. Los «chalecos» son la Francia popular, rural y muda. Todo refinamiento intelectual se estrella contra esos ploucs, esos «palurdos», que se ríen de los bizantinismos ecológico-humanitarios del París dorado y que quieren sólo poder usar sus coches sin tener que ayunar a fin de mes. Son los menos que nada. Y eso los hace tan imprevisibles. Tan peligrosos, también, para los sabios estetas que nosotros fuimos.