ABC (Sevilla)

Quintero pone el punto final

El colombiano, el mejor, marcó el gol decisivo de una final con muy poco fútbol

- ALEJANDRO DÍAZ-AGERO MADRID

El fútbol, que pertenece a los jugadores y jamás a quienes lo manosean en las calles o en los despachos, suele terminar reservando la gloria para quienes mejor lo tratan. En el Bernabéu nadie supo hacerlo hasta que ingresó Quintero, una zurda distinta que impuso algo distinto, talento sin cortar para desanudar una final en la que no se intuía luz. De un zapatazo, el colombiano aclaró un mes de telenovela en el que el fútbol tenía que tener la última palabra.

De entrada, vistas las alineacion­es, Gallardo y Schelotto envidaban a reforzar la media, cinco hombres cada uno poblando el ancho. La apuesta, dado que el césped del Bernabéu mide la mitad que el de Sudamérica, sugería la voluntad compartida de un partido mimado. Ninguno quería verlo roto.

Encontrona­zos constantes

El cambio de hábitat se notó en los controles, largos en los primeros compases, con encontrona­zos constantes como consecuenc­ia, pura gasolina para terminar de encender lo ánimos. El testigo lo recogió la grada, que festejaba cada hombre que iba al suelo como los ingleses hacen con los saques de esquina. A base de balones que corrían más de la cuenta llegó la primera para los xeneizes, un mal despeje de Pinola que a punto estuvo de coger portería. En el córner, Pérez pudo fusilar a Armani con un derechazo, pero la cosa se quedó en un soplo.

Evaporado el susto, cundió el guion presupuest­o, con River teje que te teje y Boca bien achatado. El problema estaba en que el hilo de los millonario­s no se materializ­aba en nada útil. Un harapo sin gracia que reforzaba el garbo compativo con el que Boca afrontaba cada pelota dividida, pequeñas batallas que recordaban a aquellas pulgadas de las que hablaba Al Pacino en «Un domingo cualquiera».

Mediado el primer tiempo, las áreas del campo no pasaban de orillas a las que parecía improbable que alcanzase el agua. Todo lo que olía a peligro venía por el aire. Fernández, en una jugada de córner, mandó al cielo la única de River en el primer acto. El partido se resumía en una búsqueda constante de la falta. Se imponían los regateador­es. Villa y Pavón, abiertos, corrían tras cada recuperaci­ón de Boca sin mayor pretensión que ese «sacar algo» que se inculca a los alevines. Lo cierto es que el Bernabéu, que este año no ha paladeado mucho caviar, no estaba resarciénd­ose con esta final.

Tuvo que errar Ponzio, presunto seguro del equipo de la franja, en un control fácil en la frontal para regalar la ocasión más clara del primer tiempo. A la pegada de Benedetto le siguió un rechace, otra vez a los pies de Pérez, que volvió a martillear con la diestra para dejar a los suyos con la miel en los labios. El partido de Boca lo estaba dejando claro, le llegaba con morder y no soltar.

Llegaba mejor al descanso River, con el colombiano Villa, una flecha acostada sobre derecha que desmenuzab­a a Casco cada vez que tenía ocasión, como única amenaza para su aparente tranquilid­ad. Y en esas, cuando ya sentían el viento soplando a favor, Maidana erró en un balón al que llegó tarde, Pinola fue al suelo como último hombre y la bravura de Benedetto se impuso a los 35 años del central. Sólo frente a Armani, despedazó los nervios de la final con una carrera y una definición de la categoría que hasta el momento no se había adivinado.

A los de Gallardo, que estaban contando con un Pratto muy práctico de espaldas, les faltaba aprehender esa ventaja incorporan­do a sus laterales, tímidos por la amenaza al espacio de sus pares. Minetras se decidía y no, el pivote en que se había convertido el delantero millonario lo aprovechó Fernández, que tuvo la mejor de River en el amanecer del segundo tiempo.

Por ahí entró al partido el equipo franjirroj­o. Montiel y Casco abrieron el campo y liberaron al «Pity» y a Fernández

para mezclar con Palacios por dentro. La apuesta se dobló con Quintero, que tiene una zurda fantástica con la que se pretendía agrietar el cemento de los de Schelotto. Las jugadas se acortaban y la cadencia de las llegadas al marco de Andrada crecía en el sentido opuesto al tiempo restante.

Una pared entre Fernández y Palacios en la frontal que bien pudo ser la mejor acción técnica de partido terminó con Pratto embocando a placer para servir la igualada, el no va más para esta saga irresolubl­e. Episodio lógico, al cabo, dados los antecedent­es.

Los dientes le chirriaban a Boca de tanto apretarlos, sometido como no lo había estado en los otros dos tercios de partido, pidiendo a gritos a Tévez. Tampoco oxígeno los atacantes, molidos tras un partido galopando. Para River, el significad­o de la tranquilid­ad nunca había estado tan cerca. Y si Boca llegó a sentirlo, llegó con la prórroga. Pero ni eso, porque fue empezarla y verse con uno menos por expulsión de Barrios.

El juego viró hacia términos belicos, esta vez sólo en lo futbolísti­co, un asaltante frente a una resistenci­a homérica personific­ada en el esfuerzo de un Nández que rehusó ser el último cambio estando cojo. La llave la tenía escondida Quintero, que con un zapatazo descomunal rompió el partido y el sueño de Boca, un fiero luchador digno de la dimensión de esta Copa. Martínez, con el tiempo cumplido, puso la puntilla.

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REUTERS Desolación en el banquillo de Boca Juniors por los goles de River Plate

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