ABC (Sevilla)

OTRAS MANOS

- ANTONIO GARCÍA BARBEITO antoniogba­rbeito@gmail.com

EN las largas noches de las huellas luneras, sabemos que hay manos que llegan al campo a esquilmarl­o, a aprovechar­se, sin el mínimo cuidado, del fruto ajeno. Manos que rompen vallas, que desgajan ramas, que destrozan cuartos de aperos, que roban cuanto encuentran en la desnudez desprotegi­da del campo de noche. Hay manos que llegan, veloces, y, sin miramiento, violentan cosechas cumplidas o las malogran antes de su madurez, cuando el fruto es todavía una lactancia en su rama, una infancia vegetal pendiente de los mimos del sol, el viento, la lluvia. Sabemos que hay manos delincuent­es que tienen al campo como a una muchacha indefensa a la que buscan en las sombras y sorprenden en el sueño de su juventud. Pero en el campo hay más manos. Y peores.

Llegan al campo, para expugnar con invisibles armas, las manos que aparentan inocencia, elegancia y estilo, y nadie nota que en la palma llevan una pátina parvífica que hará el trabajo del robo, del aprovecham­iento, de la canallada a la luz del día, allí donde al campo le deja la piel dolorida una rabia vesicante. Por el fragoso camino del trato, el campo va, desesperad­o, a la inevitable entrega. Sabe que entre coches caros, ropa de marca y palabras que fingen torpemente la verdad, habrá de dejar, desnudas, a sus más amadas criaturas: frutas, hortalizas, todo, como si criarlas no hubiese costado meses y meses de entrega, de fatiga, de dura labor y aun de riesgo y de dudas. Llegan las otras manos al campo y, sin que nadie las llame ladronas, roban sin violencia visible, que pagar una miseria por el fruto es robo, y aun alevosía, porque esas oscuras manos saben que el agricultor no puede esperar, que el tiempo amenaza con su pisada y puede írsele toda la cosecha. Mientras, el agricultor ve cómo sus frutos malvendido­s se ofrecen a precio de oro en los mostradore­s del consumo. Es entonces cuando en las tragaderas del campo empieza a añusgarse la saliva gorda de la incomprens­ión, y un viento vesánico le trastorna la mente. Duele entonces el amor a la geoponía y el agricultor se pregunta si vale la pena seguir, y mira al cielo esperando una respuesta. Y sólo ve manos ladronas, que aparentan inocencia, que vuelan, huyen, llevándose del campo sus frutos malvendido­s. Malditas manos.

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