ABC (Sevilla)

Son las tres edades de los ojos, como si Velázquez renaciera del cristal que lleva el aguador de Sevilla

LAS TRES MIRADAS

- FRANCISCO ROBLES

El cartel que anuncia lo que nunca deja de pasar contiene tres miradas. Fiel a su espíritu barroco, Fernando Vaquero nos enseña tres miradas y nos esconde el artículo que convierte su pintura en una obra maestra: no son tres miradas. Son las tres miradas que el ser humano puede proyectar sobre la ciudad, o sea, sobre el mundo. Ya no hay más, porque todas se agotan ahí, en ese conceptism­o terrenal que provoca el estremecim­iento del espectador. La belleza es convulsa o no será. ¡Qué razón tenía, y sigue teniendo, André Breton!

La primera mirada, la que abre la diagonal que ayer vio con maestría de estudioso del Arte nuestro amigo y maestro Manuel Jesús Roldán, parte de los ojos de San Juan de la Palma. El evangelist­a está allí para contarlo, como tituló García Márquez la novela que resume el caudal incesante de su vida. San Juan posee la mirada del escritor, del artista, del individuo que se dedica a contemplar el mundo y a descifrarl­o. Vano intento, porque lo verdaderam­ente importante está en el misterio que no pueden abarcar sus ojos. San Juan lo escribirá en un evangelio que nos hiere cuando nos acercamos con los ojos a su lectura. Pero se queda en esa penumbra a la que está condenado el narrador.

En el centro del cuadro, la mirada limpia y dolorosa de la Madre. No hay dolor más agudo, más fieramente humano, más punzante ni más amargo. Alza los ojos al cielo buscando lo imposible: una explicació­n para la aporía del mal, para esa paradoja que Dios se esconde en la manga hasta que vayamos a su encuentro. ¿Por qué mueren los hijos delante de sus madres? ¿Por qué, Dios mío, por qué? Esa mirada debe dolerle al Padre tanto como el cuerpo yacente del Hijo que señala con su dedo el origen de la Semana Santa, o sea, de la vida. Virgen murillesca, sin adornos ni postizos, sin el perfume del bordado, sin los afeites de la plata o del clavel. Rostro desnudo como el dolor. Colosal en su sencillez. Rotunda como la Angustia y la Amargura.

Y cerrando el tríptico visual, la mirada inerte del Cristo. ¿En qué pensaría Jesús el Nazareno cuando anduvo muerto por el descendimi­ento y el sepulcro? ¿Añoraría las virutas del taller de José? Ante esos ojos cerrados, el escritor se pregunta algo que le duele en lo más profundo de su alma. ¿Quién pensará en nosotros cuando nos hayamos ido? Ya lo escribió Bécquer. ¿En qué esquina, a qué hora exacta de la tarde o de la noche seremos esa punzada que se resuelve en el escalofrío de quien nos sigue recordando en aquel lugar que fue nuestro sitio en el mundo? ¿Quién recorrerá esa calle donde arderá la cera de la memoria que hemos dejado entre los vivos? Esa mirada sobre la ciudad será la más nuestra, la que haya decantado el filtro insobornab­le de la muerte.

Las tres miradas conforman algo más que un cartel. Son las tres edades de los ojos, como si Velázquez renaciera del cristal que lleva el aguador de Sevilla. Fernando Vaquero nos ha enseñado a mirar la ciudad sin decirnos nada. Porque su pintura es eso: el Silencio Blanco en medio de la noche oscura del alma.

FERNANDO VAQUERO NOS ESCONDE EL ARTÍCULO QUE CONVIERTE SU PINTURA EN UNA OBRA MAESTRA

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