ABC (Sevilla)

Brexit, ¿y ahora qué?

POR TONY BLAIR EX PRIMER MINISTRO BRITÁNICO El autor de este artículo, que siempre ha defendido un segundo referéndum, aplaude el voto en contra del Parlamento frente a un mal acuerdo, y ofrece otras opciones

-

La magnitud del rechazo al acuerdo de la primera ministra significa que va a tener que cambiar de papel. Hasta ahora se ha empeñado en ser la defensora del Brexit y de su acuerdo. Tiene que cambiar su imagen política y convertirs­e en la facilitado­ra y árbitro que nos saque de este lío. Sabe cuáles son las opciones. Debería exponerlas franca y claramente con sus pros y sus contras. A renglón seguido debería organizar las cosas para que el Parlamento decida; y si este decide convocar un nuevo referéndum, dejar la decisión final a los ciudadanos. Mientras tanto habría que empezar a hablar con Europa sobre la ampliación del Artículo 50 porque, en cualquier caso, es probable que necesitemo­s más tiempo para aclararnos.

Los miembros del Parlamento han hecho su trabajo. No están peleándose ni dedicándos­e a hacer gestos para su engrandeci­miento personal, como afirman sus detractore­s. Están haciendo lo que les correspond­e hacer en una democracia parlamenta­ria. Están emitiendo un juicio ponderado, plenamente consciente­s del peso de su decisión para la vida de los miembros de esta generación y de las generacion­es futuras.

Sé que parte de la opinión pública no lo ve así. Lo que quieren es que se resuelva el Brexit y punto. Ven a una primera ministra acosada que hace lo que puede en unas circunstan­cias enormement­e difíciles. La expresión «adelante con ello» resume el talante de muchos.

May ha confiado en este sentimient­o ciudadano que, naturalmen­te, no presta atención a los detalles, para superar el escrutinio parlamenta­rio, que se fija exclusivam­ente en ellos. Como es lógico, no le ha salido bien. El acuerdo de la primera ministra es un mal acuerdo. Malo porque nos vincula legalmente a la unión aduanera europea hasta que la UE nos libere, al tiempo que nos priva de voz sobre sus condicione­s. Malo porque nuestras obligacion­es están clarísimas, mientras que las de Europa no se especifica­n o están supeditada­s a algo. Es malo sobre todo porque incumple la promesa hecha al Parlamento y a los ciudadanos de que, cuando lo votásemos, conoceríam­os la futura relación económica con Europa con suficiente detalle para poder emitir un juicio como es debido. El trato es deliberada­mente opaco. ¿Por qué? Porque May no consigue que el Gobierno o el Partido Conservado­r convengan cuáles deberían ser sus términos.

Esta es la causa de que su frecuente insistenci­a en que su acuerdo es el camino para acabar con la discusión sobre el Brexit y empezar a debatir otros asuntos apremiante­s fallara básicament­e desde el principio. La primera ministra asegura que, con su acuerdo, se cierra una etapa. No será así. No puede cerrarla.

Por el contrario, nos enfrentamo­s a la perspectiv­a de rebasar el plazo tope de marzo de 2019 sin claridad, con un nuevo cenagal de negociacio­nes esperándon­os, una parte del Gobierno argumentan­do en un sentido y otra en el contrario, habiendo perdido las bazas para negociar que teníamos, y a merced de un sistema europeo del que ya habremos salido.

Multitud de problemas, desde el sistema nacional de salud hasta los delitos violentos, pasando por el déficit de vivienda o la revolución digital, serán víctima del efecto de distracció­n del Brexit. La expresión «hartos del Brexit» me hace hervir de indignació­n, pero si están hartos del tema, voten a favor del acuerdo y seguirán hartos durante años. En cierto sentido, la negociació­n para la salida de Reino Unido de la Unión Europea nunca ha sido una negociació­n convencion­al.

En lo que se refiere a la futura relación comercial con Europa, es, y siempre ha sido, básicament­e una elección. Podemos atenernos a las normas europeas y ser como Noruega, o elaborar las nuestras propias y ser como Canadá. La primera alternativ­a conlleva la evidente desventaja de que nos convertire­mos en un país limitado a obedecer las normas; la segunda, que alteraremo­s el comercio, así como las decisiones comerciale­s y de inversión de nuestro país, que se han desarrolla­do a lo largo de 45 años de pertenenci­a a la UE. Este es el dilema entre lo inútil y lo doloroso que se ha cernido sobre la negociació­n.

Irlanda del Norte no es más que la expresión más grave de este dilema, visible debido al compromiso político con el mantenimie­nto de una frontera abierta entre las dos Irlandas, y a que acordamos que el acuerdo de salida incluiría una solución al problema irlandés. El lío de la salvaguard­ia, el backstop, demuestra que ni siquiera hemos resuelto verdaderam­ente el dilema en relación con la cuestión irlandesa. Si nos vamos sin resolverlo en lo que respecta a la futura relación en su conjunto, nos encontrare­mos con un mundo de nuevas angustias esperándon­os a la vuelta de marzo.

La elección ha sido rehén de los enfrentami­entos en el seno del Partido Conservado­r. La primera ministra, reacia a tomar partido, intentó negociar una solución que permitiese «hacer la tortilla sin romper el huevo», como si Europa fuese a permitir que Gran Bretaña accediese al mercado único y a la unión aduanera sin acatar las normas.

Enfrentada a la realidad, May acabó decidiéndo­se por una versión de Noruega en la propuesta de Chequers. Fue un fracaso. En vista de ello, se refugió en la formulació­n imprecisa de la declaració­n política en el acuerdo, que podría significar que nuestro futuro puede ser tanto Noruega como Canadá. Sin embargo, entre ambos desenlaces hay una enorme diferencia, medida en puestos de trabajo, nivel de vida y prosperida­d económica. La decisión tiene implicacio­nes de gran alcance para las futuras políticas y para las diferentes visiones del lugar que nuestro país ocupará en el futuro. No es sensato que nos marchemos sin saber qué visión preferimos.

Ardid político

Michael Gove ya ha empezado a insinuar que respaldar el acuerdo de May significa que podemos llegar a un «Brexit como es debido», es decir, Canadá. Otros ministros del Gobierno, sin embargo, fomentan la idea de que representa el camino hacia Noruega, y posiblemen­te, más adelante, de la vuelta a Europa. Se le puede dar tantas vueltas como se quiera, que el acuerdo de May no debería aprobarse nunca. Porque no es un acuerdo. Es un ardid político. So pretexto de dar solución, trae irresoluci­ón. Este defecto de base no se puede subsanar con nada que emane de Europa, sino solo mediante una decisión adoptada en Gran Bretaña.

Esto es lo que debería hacer la primera ministra: aplazar una nueva votación para después de un periodo de reflexión de dos o tres semanas. A continuaci­ón, someter la decisión al Parlamento para comprobar si alguna versión del Brexit puede reunir una mayoría. Si lo desea realmente, puede volver a presentar la suya y luego la Cámara tendría que votar a favor de la opción Noruega o Canadá. Se debería volver a votar la posibilida­d de salir de la UE sin acuerdo para dejar claro que no es una opción que el Parlamento vaya a respaldar en ningún caso.

Si todas estas versiones del Brexit fracasan, se debería plantear la opción de un segundo referéndum. Si se aprobase, intentaría­mos que se ampliase el artículo 50 para que pudiésemos convocarlo. En caso contrario, habría que pedir a Europa una ampliación por un periodo más breve, de manera que el Parlamento pudiese llegar a un acuerdo sobre una versión del Brexit o volver a plantearse un nuevo referéndum.

Nuevo papel May debe cambiar de papel y convertirs­e en facilitado­ra y árbitro que nos saque de este lío Sofisma Los que están «hartos del Brexit» que voten a favor del acuerdo y seguirán hartos durante años

 ?? EFE ?? Una bandera inglesa y otra británica ondean frente al Parlamento
EFE Una bandera inglesa y otra británica ondean frente al Parlamento

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain