BONDADES
En el hospital, más en estos tiempos de Covid, la existencia está en carne viva. Cualquier alivio es bienvenido
DESDE dentro de un hospital, la vida se contempla de manera mucho más nítida. Tanto como subido a las atracciones de feria, quizá porque en ellos se expresan emociones puras: el dolor en uno y el gozo en la otra. En el hospital, más en estos tiempos, la existencia está en carne viva. Y dolorida. Cualquier alivio es bienvenido, por insignificante que parezca: los enfermos están solos en su sufrimiento; los familiares están desprovistos hasta del título que mejor expresa la compasión: dejan de acompañar; y los sanitarios se sienten aislados en su combate. Todo está descarnado, como una fractura abierta por la que supuran el aislamiento, la frialdad, la vulnerabilidad llevadas al extremo.
Pasé el miércoles casi entero en el hospital junto a alguien necesitada de que le devolvieran la salud. A la habitual hostilidad de un medio tan artificial como una sala de hospital hay que sumar la incomodidad de las medidas de prevención del coronavirus: el alejamiento físico, la mascarilla, la prevención con que limitamos los movimientos naturales, la contención en el gesto, la dificultad de captar los mensajes no verbales en la expresión del rictus con el embozo, la imposibilidad de sentir el cálido abrazo de ánimo o el apretón de manos que confiere energía para aguantar el tipo… Todo conspiraba contra la humanidad en un ambiente tan frío y despersonalizado.
Pero lo que encontré fue una extraordinaria colección de personas dispuestas a añadir al cumplimiento de su estricto desempeño profesional un esfuerzo por superar todas esas limitaciones a base de bondad. Cada uno a su manera, claro está. Empezando por la técnica que dedica su tiempo a abrigar con las palabras y pasando por el enfermero locuaz y alborotador que arranca sonrisas, la callada que tiene siempre un vocativo dulce como la miel, el celador que revisa en la historia clínica el nombre para dirigirse al enfermo, el especialista que sabe hacerse cómplice, la enfermera que se desvive por procurar comodidad, la administrativa que solicita con amabilidad la documentación sin perdonarle la vida a quien se acerca temeroso a la ventanilla, la telefonista que se hace cargo de la impaciencia, hasta el técnico de ambulancia un punto fanfarrón que se jacta de vencer obstáculos con antelación.
De vuelta en casa, pasada la una de la madrugada, en la soledad de la cocina repasé mentalmente la cantidad de personas que nos habían ayudado ese día. De corazón. Sin estar obligados por ningún convenio laboral. En la pantalla del teléfono, chisporroteaban las noticias sobre aprovechados que se habían saltado la cola para vacunarse. En ese momento comprendí que mi día entre lancetas se me había regalado para que en algún rincón del periódico se hablara, en cambio, de toda esa gente bondadosa que cuida de los demás.