SIGUE SILBANDO
Nos iría mucho mejor si, en lugar de la excelencia, promoviéramos la indulgencia. Viviríamos menos ansiosos
E N1992, la mítica Stax Records publicó una recopilación inédita de temas grabados por Otis Redding entre los que se encontraba la primera toma del «Sittin’ on the dock of the bay». Es difícil quedarse con un solo tema del gran Otis, pero si me preguntan cuál es su canción más perfecta, diría sin dudarlo que esa. En esa primera toma, el cantante suena eufórico, feliz. Al llegar al momento del célebre silbido final, Otis es incapaz de hacerlo bien: en lugar de silbar, sopla, y cuando ya intenta retomar la melodía el resultado es un desastre. Al final es su carcajada lo que se escucha, asumiendo el fiasco.
Recientemente, en una entrevista con motivo de la publicación de su nuevo libro, un conmovedor ejercicio de recuperación de la memoria de su infancia («El huerto de Emerson»), Luis Landero reconocía que todo lo que es como escritor se lo debe a su inseguridad. «Sin ella, no soy nadie», decía, enfatizando en cierto modo una idea que me parece bastante recurrente en su forma de abordar la literatura: escribir es siempre una prueba, un ejercicio de equivocación constante.
Poco agraciado que es uno, a lo largo de mi vida debería haber estado especialmente predispuesto a envidiar la belleza. Pero me ocurre justamente lo contrario: desconfío por naturaleza de las cosas demasiado hermosas. Asumo mi cuota de perversión. Encuentro, por ejemplo, sumamente atractivo el ligero estrabismo en las mujeres, o los colmillos rebeldes que desbarajustan una dentadura impecable. Apolo es el dios más aburrido del Olimpo.
Más allá de consideraciones sobre la belleza, reivindico el ejercicio de la imperfección. Y pocas palabras me resultan más ampulosas, huecas y antipáticas que «excelencia». No soporto la impuntualidad, la mentira, la vanidad. En cambio siento una insobornable simpatía por la torpeza. Equivocarse es tan humano como el miedo a la muerte. Por eso no compro el discurso de la impecabilidad. Al otro lado del teléfono, prefiero a personas balbuceantes antes que a robots que me traten como un algoritmo.
Vivir es tomar decisiones. Y tomar decisiones es equivocarse. El método científico, que es el que nos ha conducido hasta aquí, y gracias al que entre otras cosas estamos resistiendo en nuestro pulso a la pandemia, lleva implícito el error. Digo más: creo que todos nuestros logros provienen en buena medida de errores que alguna vez cometimos.
Nos iría mucho mejor si, en lugar de la excelencia, promoviéramos la indulgencia. De ese modo, todos viviríamos mucho menos ansiosos. En la primera toma de su clásico, Otis parece que, en lugar de cantar, estuviera jugando. No puede imaginar que esté en proceso de regalar al mundo una canción universal. Da la impresión, de hecho, de que ni siquiera sabe silbar. Su risa despreocupada, al final del tema, es contagiosa. Parece decir: nadie es perfecto, pero a quién le importa, tú sigue silbando.