¿Por qué no nos querremos más?, le dijo Suárez a Calvo Sotelo
BORGES, el que se quedó sin Nobel por la estulticia ideológica sueca, dejó escrito una terrible conclusión personal: «estoy solo y no hay nadie en el espejo». Adolfo Suárez pudo comprobar la profunda y espinada realidad de la frase del autor de ‘El Aleph’, cuando, cada mañana, mirándose al espejo, se afeitaba y contemplaba su indigente soledad política. El pasado lunes, en El Mirador de Canal Sur Radio que dirige y conduce Paco Ramón, Alejandro Rojas Marcos nos recordaba aquella soledad a la que sobrevivió Adolfo Suárez en las semanas previas al 23-F. Reprodujo una conversación personal con el primer presidente de la democracia española y oírla fue como escuchar el estruendo del martillo de Thor machacando nuestra conciencia. Le decía Suárez al por entonces líder andalucista que estaba absolutamente solo, dentro y fuera del partido, acosado por los suyos y por los adversarios y, lo que le resultó más doloroso, fue sentirse un estorbo al no contar con la confianza de su mentor en la Zarzuela. Lo que hasta entonces había sido unas estupendas relaciones personales, se habían convertido en un tratamiento bajo cero, ab
El PP, viendo desde la oposición cómo el Gobierno amenaza con demoler el sistema del 78, concluye que es él quien se debe centrar
COMO tantas otras expresiones al uso, ‘giro al centro’ no significa nada. De ahí su prestigio y eficacia. Es mera ilusión la aparente carga que encierra. Sugiere un pasado radical, desatinado, posiblemente de enroque, de encono; también un presente de enderezamiento moral, corrección de errores fruto de un esfuerzo de sensatez y, si me apuran, sentido de Estado; por fin, la invocación del ‘giro al centro’ presagia un futuro de horizontes abiertos donde todos podrán entenderse. Los antiguos enemigos comprenderán, gracias al movimiento redentor, la buena voluntad que te mueve, tu espíritu integrador.
Una vez girado y centrado, el partido de derechas (pues ese viraje solo se aplica a las derechas y solo a ellas se les aconseja) tendrá un millón de amigos y así más fuerte podrá cantar. Una melonada. Una comodidad obscena cuya invocación debería avergonzar a cualquiera que cobre por pensar. Tienen que haber sido un hábil grupo de melones del tiempo los capaces de vender por enésima vez la misma burra solutamente polar. Suárez se afeitaba delante del espejo y, como Borges, no veía a nadie.
Ponía la radio y lo descuartizaban en una emisora nacional, presuntamente, sensible a su gobierno; variaba el dial y se encontraba con otra emisora nacional que le disparaba sin piedad buscando abatirlo cuanto antes mejor. Fue una lapidación mediática y política. Circulaba la consigna de que el objetivo único y exclusivo para detener el declive ambiental era quitar de en medio al hombre que había hecho posible, años atrás, cambiar las tuberías del edificio del Estado sin que la casa se quedara sin agua. La calle era un Orinoco de manifestaciones laborales; el índice de paro alcanzaba el techo de la gráfica; los terroristas de ETA, blanqueados hoy por el golpe silencioso de Sánchez con los enemigos de la Constitución, asesinaban semanalmente y, en los cuarteles, la OTAN estaba aún demasiado lejos como para que nadie dejara de hacer ruidos con los sables. Hercúlea carga incluso para un hombre como Suárez que aliviaba la presión fumando tres paquetes de cigarros al día y somatizaba su soledad con dolores de muelas insoportables. Nadie mejor que él definió su Getsemaní personal. Fue a la salida de una reunión de la UCD en 1980. Y le dijo a Calvo Sotelo: ¿Por qué no nos querremos más…?
Se dice que España tiene una maravillosa habilidad para encumbrar a sus héroes con la condición de llevarlos muy arriba para luego dejarlos caer. A Suárez, tan llorado y escrito y engloriado tras hacerlo rodar por la roca Tarpeya, todo el mundo lo quería. Eso al menos es lo que se deduce tras el culto a su personalidad cuando, previamente, se la destruyeron todos, los propios y los ajenos, en una ceremonia tan cruel como tirar una cabra de un campanario. Antes de morir ya no se veía en el espejo. Lo olvidó todo. Única forma de sobrevivir a su destino, cuando buscaba manos y solo le tiraban puños… al PP. Al de Pablo Casado, para que se haga digno merecedor de una estirpe política que se marea con las ideas y que básicamente confía en los contables.
No es imposible que Génova 13 esté maldita, que un hechizo haga a sus ocupantes más proclives a creerse cualquier ‘powerpoint’ majadero si lo remata un lema de baratillo. Con la sede de los populares embrujada como el 112 de Ocean Avenue, en Amityville, el único giro acertado habrá sido el de la llave del portal, antes de huir como alma que lleva el diablo. Nos adentramos en la superstición, pero Casado no nos deja otra.
Si tu partido baja de cuatro escaños a tres en Cataluña mientras Ciudadanos, con quien colindas, pierde casi un millón de votos y treinta escaños que no te aprovechan, puedes asumir que te has equivocado en un par de cosillas, o bien puedes echarle la culpa a la maldición de esa sede donde en su día ocurrieron cosas traumáticas con martillos y discos duros, con sobres voladores y brujos de la estadística.
De ahí hay que irse, eso está claro. Por si acaso. Y puede que te cueste mucho dar tu brazo a torcer admitiendo que en tu estrategia de aniquilar a Vox, Vox casi te aniquila a ti en Cataluña (y espera). Pero eso es una cosa y otra es cambiar, cual indígena ingenuo, tu oro político por las lentejuelas del ‘giro al centro’.
El PP es ese partido que, viendo desde la oposición cómo el Gobierno amenaza con demoler el sistema del 78, concluye que es él quien se debe centrar. ¿Están vendiendo al Rey? Me tengo que centrar. ¿Indultos a los golpistas? ¡Seré extremista! ¿Se espolea la violencia callejera desde el Gobierno? Deberé moderarme, hacer otro esfuerzo para que Sánchez y los medios del régimen se fíen más de mí.
Nadie va a pedirle al PSOE un giro al centro porque en este hechizo colectivo, que trasciende las sedes, el PSOE es el centro y todo gira en torno a él, empezando por el PP.