ABC (Sevilla)

Tavernier ha muerto a los 79. En rigor, era el último hombre de cine vivo en Francia

- GABRIEL ALBIAC

BERTRAND Tavernier murió la semana pasada. Fue el autor de un puñado de estupendas películas. Y de una obra maestra: ‘Que la fête commence’, la íntima epopeya de Philippe D’Orléans, imposible regente libertino en una Francia a la que la revolución acosa. Y que da, en su drama, el drama histórico moderno: la apuesta por la libertad de los sujetos frente al Estado. Era, en 1975, su segundo largometra­je. El segundo también con Philippe Noiret, eje de toda su filmografí­a: rara vez, en la historia del cine, un director y un actor han alcanzado ese estado de gracia en la composició­n de sus personajes. Y es imposible evocar la hondura reflexiva de las películas de Tavernier sin que la sosegada voz de Noiret ritme sus pausadas descripcio­nes de un mundo en curso de desintegra­rse. Noiret murió a los 76, hace ya catorce años. Tavernier ha muerto a los 79. En rigor, era el último hombre de cine vivo en Francia.

Porque el cine francés, aunque hoy nos parezca impensable, tuvo momentos majestuoso­s. Los años treinta, en los que Jean Renoir rueda algunas de las más grandes películas de la historia: ‘La Gran Ilusión’, por ejemplo, en 1937, delicadísi­ma evocación del naufragio moral que fue la Gran Guerra del 14, o ‘La regla del juego’, que asumía, en 1939, lo incurable de esa enfermedad humana de la cual la inmediata segunda guerra mundial había de dar cuenta. Y Tourneur, y Cocteau, y Clair, y Feyder, y Ophüls, y Gance. Y, en los cuarenta ya, Autant-Lara, Clouzot, Carné, Bresson, Melville… Porque el cine francés cerró su ciclo con aquel prodigio de inteligenc­ia que fuera la ‘Nouvelle Vague’ y su anatomía innegociab­le de los límites absolutos del cine: que, con Jean-Luc Godard, se estrellarí­a contra uno de esos callejones sin salida en los cuales lo admirable y lo angustioso se espejean.

De los que vinieron luego, sólo Bertrand Tavernier me ha interesado. No hay una sola de sus películas que no merezca la serenidad de la sala oscura –yo no veo jamás cine en el espacio doméstico de los televisore­s–, en donde el espectador, fuera del vulgar mundo, debe abandonars­e a la tenue lejanía de sus ensoñacion­es y le es dado contemplar esa bella transcripc­ión de la magia de la pintura que es ‘ Un dimanche à la campagne’ de 1984, o esa devastador­a anticipaci­ón del mundo crudelísim­o de los ‘reality’ televisivo­s que es aquella ‘Mort en directe’, en la cual diera Romy Schneider toda la trágica dimensión de la gran actriz que ignoraron casi todos sus papeles…

Pero, para mí, Tavernier es, ante todo, la impecable composició­n del Regente Philippe D’Orléans, que Noiret inviste en ‘Que empiece la fiesta’… La que da imagen a una ocasión perdida: el libertinis­mo, apuesta política laminada entre el viejo mundo que moría y el nuevo que llamaba a la puerta. Y sus llamaradas finales nos profetizan. A nosotros. A nuestro mundo despiadado.

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