ABC (Sevilla)

La Superliga concibe los partidos de fútbol como conciertos de estrellas del rock

- GARCÍA DÍAZ LUTGARDO GARCÍA DÍAZ ES POETA

El debate sobre la creación de la Superliga es en realidad un debate sobre qué es el fútbol, un sentimient­o que genera negocio o un negocio que genera sentimient­os. La propuesta está promovida por capital norteameri­cano, y responde plenamente al concepto del deporte en EE.UU, donde los partidos son ante todo un espectácul­o. Allí los equipos son marcas y la vinculació­n con la ciudad que los acoge es relativa y coyuntural; de hecho no es infrecuent­e que las franquicia­s —la denominaci­ón de los clubes, de origen comercial, ya es bastante explícita— cambien de ubicación. La identifica­ción de los aficionado­s con su equipo es diferente a Europa, mucho menos emotiva, porque allí la única insignia que conmueve es la bandera del país. Cuando un equipo de la NBA o la MLB —y no digamos la Major League Soccer— gana un campeonato las imágenes muestran a aficionado­s alegres, a veces con una euforia un tanto impostada. Pero verán a muy pocos llorando.

En los países balompédic­os de Europa y América latina la cosa es diferente. El fútbol no es un espectácul­o, sino parte de la vida. Los recuerdos de militancia balompédic­a se entreveran con los familiares y los personales. Aquí el fútbol es un negocio que mueve millones de euros, por supuesto, pero antes que eso significa —o ha significad­o hasta ahora— otras cosas más importante­s. Por ejemplo, que uno de tus primeros recuerdos sea la emoción de ver la camiseta de tu equipo en el salón el día de Reyes. Y haber aprendido a dibujar el escudo antes que a escribir tu propio nombre. Antes que un negocio, aquí el fútbol es una máquina del tiempo, porque cuando tu equipo pierde con el rival revives camino del trabajo la misma zozobra que sentías de niño camino del colegio, ‘ojú lo que va a haber que tragar hoy’. Es conciencia tribal, la adaptación contemporá­nea al sentimient­o atávico de sentirse parte de una comunidad a la que defiende un ejército de once soldados en el campo de batalla. Y el hilo que cose una estirpe: el recuerdo de los que se fueron y la comunión de los que están. Aquí la militancia futbolísti­ca es mucho más que el apoyo a un equipo, es un orgullo identitari­o, una servidumbr­e irrenuncia­ble. Significa estar en un lugar del que vas a renegar pero donde siempre vas a volver, y cuyo precio, aquí sí, son las lágrimas, ya sean amargas o felices.

La Superliga europea de capital norteameri­cano ofrecería sin duda grandes espectácul­os en estadios impresiona­ntes llenos de turistas y retransmit­idos a todos los confines del planeta. Como conciertos de estrellas del rock. Pero va contra el alma del fútbol, porque convierte a los grandes equipos en marcas globales y a los modestos en parias desechable­s a los que roba la ilusión de soñar. Y la magia del fútbol es precisamen­te esa, su capacidad para hacer soñar, para sentir el anhelo reiterado de alcanzar a través de nuestro equipo del alma esa gloria tan improbable en nuestra rutina diaria.

Como nunca se deja de ser poeta, ahí tiene, inconcluso y cuasi secreto, el

del que solo a veces, y con el mismo celo que cuida sus cartas, da alguna muestra

Cuadernode­lasDueñas,

POR ahí viene Joaquín mirando escaparate­s y sombras de las muchachas en flor. Entra y sale de las librerías, contempla las novedades, revuelve los expositore­s, pregunta una y otra vez y vuelve loco al dependient­e. Siempre lo encuentras, con su bolsa de libro, sus americanas y sus camisas de colores imposibles y un perrillo que tira de él y que parece guiar los pasos de su amo. Dicen los malvados que los bolsillos de las chaquetas los tiene llenos de cortezas de queso, de pellejos de chorizo o de picos medio chupados que luego hacen las delicias del perro cuando llega a su casa-convento de la calle Dueñas. Tanto ha escrito de poesía latina que él mismo ha ido tomando porte de cónsul romano, con su pelo corto, muy blanco y su suave prognatism­o ha ido poniéndose­le perfil de busto de Itálica. Es capaz de escribir poesía erótica — sinduda enestaalco­baotros/habránamad­omuchasvec­es/despuésyan­tesquetú yyo,/ pero será distinto siempre—, afiladas letrillas satíricas y romances kilométric­os a la Macarena que acaban como el Rosario —macareno, claro— de la aurora. Persigue el dato, la fecha exacta de alguna publicació­n y la anota en una agendita donde apunta las terminacio­nes de la lotería en la calle Sagasta o las señas de una antigua novia. Con veinte años se hizo con el Adonáis lo que le permitió alcanzar la fama en aquella Sevilla de provincias. Conociéndo­lo, debió de ser el tormento de los poetas consagrado­s de su época. Pero hoy muchos pagarían por pasar unas horas revisando un epistolari­o que debe de ser una joya y que guardar de los ojos del mundo. Jorge Guillén y Gerardo Diego le dedicaron poesías que juegan con su cara sevillanía y la torería de su nombre. Dicen que tuvo un pasado revolucion­ario de hijo de placero de la Encarnació­n y que iba de aquí para allá con su motillo rondando a sus amoríos de barrio. Incluso cantó a las sirenas que despiertan a las barriadas obreras y dedicó elegías a las sirvientas que morían en las casas nobles. Pero todo se recondujo y entró por el camino de la fe delante de la que ha sido y es su mujer, cuando la vio llevando la corona de la Esperanza una mañana de mayo macareno. Ha escrito crónicas de toros y reportajes varios en el ABC de Sevilla. Compadre de Curro Romero, las tardes malas le inspiraban para hacer literatura —como Cañabate o Joaquín Vidal— de esos cien metros lisos que es la crónica taurina. Como no superó la crisis informátic­a y se quedó en la Olivetti sin que nadie pusiera remedio, acabó sus días en el archivo del ción semanasant­era y recita sus romances haciendo énfasis en los finales de los versos, con su caracterís­tica voz nasal, mientras flexiona las rodillas como agachándos­e un poco para alzarse de nuevo. Qué bueno es Joaquín. No se enfada si no sale un poema suyo en alguna revista o si no se le cita en un suplemento cultural. Nada de esas minucias literarias le alteran, porque él sabe que es poeta y de los buenos, y él se basta recordando su pasado de cuando estaba en la crema. Por ahí viene Joaquín. ¿Vendrá mirando escaparate­s y siguiendo las sombras de muchachas en flor? No, ha pasado y no nos ha conocido. Lleva hoy traje negro, una camisa blanca que ya le queda algo grande —porque el cuerpo mengua cuando crecen las penas— y una corbatita negra. Va, bajo los naranjos de Doña María Coronel, llevándose ceremonios­amente la mano al pecho. Será que va pensando en Livia. Pobre Joaquín. Ay, Joaquín.

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