El sello único de las marismas
Muchos pensarán que está escondido y no les falta razón porque lleva casi veinte años desaparecido del panorama taurino. Hace una década que dejó de torear, aunque ya sumaba otras diez temporadas como expatriado taurino en Perú. Allí encontraba el gas para mantener viva la llama del toreo, además de un recurso económico para sacar su familia adelante. La suerte no se personó en la carrera de un diestro que estuvo llamado a ocupar un sitio de mayor relevancia en el escalafón superior.
Pero lo anecdótico es que no está oculto en ninguna guarida. Nos cita en el corazón de Sevilla, en la calle Álvarez Quintero. Una puerta abierta descubre un vetusto zaguán con zócalo cerámico que da cuenta de la categoría del inmueble. Intentamos localizarlo en el telefonillo pero no aparecen ni nombres ni pisos: «Tendido 1», «Tendido 2»… y así hasta el décimo. Recurrimos a un clásico que nunca falla: «¡Vicenteeee!». Y hasta el sevillanísimo patio llega el eco de su voz: «Voy». Tras abrir la cancela nos muestra el majestuoso edificio de cuatro plantas en cuyo mirador se puede tutear a la Giralda. Cualquiera diría que Vicente Bejarano no fue figura del toreo…
Está convaleciente de una de las ‘cornás’ más graves de su carrera, pero ya anuncia su reaparición: «El próximo jueves abrimos». Porque el pitonazo, en esta ocasión, no venía de ningún cornúpeto, sino que se lo infirió la pandemia, expeliendo a sus principales clientes: los turistas. Desde hace cuatro años está asociado con el matador azteca Alejandro Amaya y explotan, como alojamientos turísticos, las propiedades de éste en la citada Álvarez Quintero y en la Plaza de la Alianza. Habitaciones rotuladas con los tendidos de la Maestranza y decoradas con fotografías de la familia Arjona. No es que sea precisamente un entorno acogedor para un simpatizante del Pacma.
Hace once años que decidió poner punto y final a su etapa como matador de toros en activo. Y para despedirse amoldó la máxima de Belmonte: se fue como es. Prudente, reservado y sin sed de venganza. «Yo jamás podré culpar de nada ni a la empresa de Sevilla ni a mi apoderado de toda la vida, Pepe Luis Segura. Mi única pena es no haber correspondido a ese hombre por todo lo que me ayudó».
Lo apoderó tras una recomendación de José Antonio Campuzano: «Mi tío era picador del maestro (Ramón ‘El Avispa’) y solía ir al campo con ellos. Un día le hablaron de mí a Segura y, aunque aún era novillero sin picadores, me hizo la prueba del algodón: me encerró en la finca Santa María de El Garrobo con cinco cinqueños de Diego Puerta». Aprobó el examen con nota y el reputado apoderado se mantuvo a su lado desde 1987 hasta el año 2000.
Esa temporada del nuevo milenio fue un punto de inflexión en su carrera. La muerte de Diodoro Canorea con los carteles a medio hacer lo relegaron hasta el final de la agenda y cuando lo llamaron sólo quedaba un hueco en la corrida de Miura. Escaso reconocimiento para quien venía de cortar dos orejas en la temporada anterior. «Nosotros pedimos una tarde más, pero ya era demasiado tarde».