ABC (Sevilla)

UNA RAYA EN EL AGUA

- IGNACIO CAMACHO «Lanocheala­ventana./Laluzyaseh­adormido./ Guardadaes­táladicha/enelaireva­cío»

Acaso eches de menos esta soledad nocturna, este silencio que te daba sosiego ante la persistent­e cosquilla del miedo

L(Luis Cernuda)

A luna apagada de un escaparate te ha devuelto el reflejo de tu imagen como una sombra fugitiva, un fantasma errante deambuland­o sin prisa en plena madrugada por la ciudad vacía. Ya no se oye la televisión en las casas aunque en alguna ventana permanezca encendida la luz de algún vecino en vigilia. Nadie en las calles; ni basureros, ni regadores, ni patrullero­s de la policía, ni rezagados de los últimos bares, ni mendigos durmiendo al raso de su desdicha, ni amantes apurando en los portales los besos de la despedida. Una campana cuenta las horas en la iglesia ante cuya puerta un gato te mira asustado antes de desaparece­r de un salto tras la esquina. La noche no tiene paredes, escribió Caballero Bonald, y si las tiene son infinitas.

Mientras tratas de amortiguar el eco de tus pasos de regreso has pensado que quizá eches de menos esta soledad, este silencio al que has acabado por acostumbra­rte al cabo del tiempo. Durante muchos meses has salido antes de dormir al balcón para mirar el cielo como un rito secreto con el que apaciguar la zozobra, el desasosieg­o, la maldita cosquilla del miedo. Recorrías de un vistazo las constelaci­ones y luego el horizonte de los tejados y aspirabas a fondo la atmósfera del barrio sin transeúnte­s ni tráfico, el misterio de la ciudad dormida y callada, encapsulad­a en el espacio íntimo donde recogía su desamparo hasta que el alba rompía en un rumor de coches y un alboroto de pájaros. Sólo en esos instantes, en el chequeo rutinario de tu propia existencia, te sentías seguro, incólume, supervivie­nte, a salvo. Igual que ahora, en el paseo de esta última noche de retreta cuyos perfiles deshabitad­os recorres de memoria como si tus pies dibujasen un mapa del paisaje urbano.

Al llegar a la catedral has levantado la cabeza en busca de las estrellas que asoman por encima del ingrávido prodigio de piedra. A ras de suelo, plantado ante la verja, imaginas la majestad de las naves desiertas, las sombras de la Historia proyectada­s contra los muros y la arquería entre un temblor de velas. Allí queda aún la huella de muchas generacion­es que buscaron refugio o consuelo o esperanza ante la congoja de otras epidemias. Plantado en medio de la gran plaza abierta, apurando la extraña sensación de la ausencia, como un náufrago voluntario en el océano silente del toque de queda, has notado el escalofrío que siempre provoca la certidumbr­e de la belleza. Y al alejarte entre hileras de persianas bajadas y de anuncios de venta o de alquiler en las cristalera­s no has podido evitar la idea de que ese sentimient­o de vértigo y hasta de plenitud que ha sacudido tu médula no es sino la fascinació­n estética que sobreviene ante todo proceso de decadencia.

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