POR ANTONIO NARBONA
¿Quién va a querer que un negocio se tambalee por obstinarse en hablar del mismo modo que lo hace con los amigos?
U Nfamiliar, al que no le van mal las cosas, seguidor fiel de estos escritos (y que me da algún que otro tirón de orejas: «Antonio, en ehta frase t´[h]áh pasa[d]o, he tenido que leerla varia[s] vesE[s] pa[ra e]nterarme»), me espeta (normalizo ortográficamente): «Pues por mucho que te empeñes, yo no pienso cambiar ni una vocal ni una consonante, y la semana próxima, en que tengo que hablar en Madrid a clientes de sitios muy distintos, lo haré como lo estoy haciendo ahora contigo».
Aclaremos. Ningún empeño tengo –de nada serviría– en modificar el comportamiento oral de nadie. Me limito a intentar averiguar por qué se consideran prestigiosos, aceptables y eficaces unos usos y otros no, o no tanto.
No hay –ni puede haber– institución que multe (ni siquiera que aperciba) a quien decida «enrocarse» en un registro no adecuado a la situación. Eso sí, quien se obstine en no ajustarse al contexto habrá de atenerse a las consecuencias, que, cuando de un acuerdo comercial se trata, pueden repercutir en el bolsillo. Al expresar de modo tajante su determinación, mi allegado pensaba en «vocales y consonantes», esto es, en pronunciar, por ejemplo, lah casa baha, no las casas bajas, y no sé si –dado su origen cordobés– en no alterar su inclinación a abrir la vocal final de los plurales ( lOh preciO). Nada dijo de las palabras o los moldes constructivos.
Aunque, obviamente, no sé cómo acabó expresándose en su reunión madrileña (su testimonio no me vale), no es arriesgado suponer que lo haría a notable distancia de una distendida charla espontánea. Porque lo primero que el hablante aprende es que, cuando sale del círculo familiar, no le conviene que su conducta lingüística chirríe a los oídos de los que escuchan.
Es patente en la sintaxis y el léxico. No duda en evitar ¡quépechá[de]comém´épegao! y recurrir a creoquehecomidodemasiado o algo parecido. Otra cosa es que las elecciones no personales requieran otro aprendizaje. La académica Carme Riera cuenta el asombro que le produjo en Colombia la pregunta «¿Le provoca un tinto?» (por cortesía, contestó afirmativamente) y la grata sorpresa que se llevó al comprobar que le servían un aromático café.
Pero también se procura que la envoltura fonética no rechine al receptor como los ejes no engrasados de un carro, porque el rechazo de un hábito articulatorio acaba por afectar a la interpretación de lo que se dice. Muy difícil saber cómo y en qué medida. El hecho de que, cuando se pregunta por la calidad del propio hablar, unos contesten que hablan (muy) mal y otros, en cambio, que están (muy) «orgullosos» de su acento, explica que rara vez el dialectólogo pida a los encuestados que «razonen» sus respuestas. Sabe que no hay vía fiable para acceder a la impenetrable conciencia lingüística de los individuos o, menos aún, a la colectiva de los grupos en que se integran.
No cesamos de adaptarnos continuamente al entorno, porque nadie quiere correr el riesgo de que no sea entendido cabalmente lo que quiere decir. Y porque, antes de escarmentar con una «sanción» social, es preferible activar recursos que en la conversación espontánea «no hacen falta», y, a su vez, no emplearlos cuando no procede, y nunca ponerse finolis. Tal acomodación, que llevamos a cabo de forma habitual, es parte de la variación, propiedad que hace al lenguaje humano radicalmente distinto de cualquier otro modo de comunicación, incluido el de los primates superiores. Y se suma a la que –al no existir tope en la longitud de la frase– nos permite «crear» infinitas secuencias con dos decenas de unidades materiales y unos cuantos miles de palabras, con lo que resulta ilimitada nuestra capacidad de llevar a cabo actividades nuevas y de resolver problemas no previstos.
Eso sí, no todos los usuarios desarrollan en idéntico grado la aptitud de amoldarse al medio. Como cualquier otra estrategia comunicativa, hay que conquistarla. Algunos hispanohablantes, por desgracia, no salen del registro oral coloquial y práctico. Y conozco a un extranjero que le tomó gusto a la expresión de puta madre y la soltaba continua e indiscriminadamente. Costó hacerle comprender que debía reservarla para situaciones de total confianza.
Nada se gana «renunciando» a la modalidad que en cada clase de intercambio resulta más eficaz ¿Quién va a querer que un negocio se tambalee por obstinarse en hablar del mismo modo que lo hace con los amigos? ¿Tiene alguna ventaja servirse en todo momento de una expresión como ganarmáspasta y nunca de obtenerunmayorbeneficio u otra similar? No sé si en la variedad está el gusto, pero es seguro que no variar tiene bastantes inconvenientes. Que popularmente se compare con un loro o una cotorra al que siempre dice lomismo (sobre todo, si lo dice igual), no se debe únicamente a que resulte pesado y aburrido.